Las bolitas de luz siempre habían sido más o menos del tamaño de una canica y no estaban ahí todo el tiempo, sino que podían pasar meses o hasta años entre la última de un conjunto y la primera del que seguiría, por eso a veces me tomaban desprevenida y tardaba un poco en darme cuenta de que habían vuelto a aparecer.

Había dejado de sentirlas desde casi tres años antes, por eso me costó un poco entender lo que me estaba pasando cuando sentí formarse la primera de ese nuevo conjunto que llegó con una notificación de WhatsApp e hizo todo el ruido que ninguno de los otros mensajes que recibía a diario pudo hacer. Era de él, del tipo extranjero con el que llevaba varias semanas escribiéndome y por quien sentía esta especie de atracción intelectual. Cuando revisé mi celular, aún antes de leer el contenido del mensaje, la pantalla se iluminó tanto que me lastimó los ojos por un momento, y el sonido agudo de la notificación fue reemplazado por un campaneo que me pareció extraño cuando lo escuché. Luego, mientras iba leyendo, en mi pecho circulaba un calorcito como en una línea delgada ininterrumpida que hacía espirales y serpenteaba buscando un centro; me di cuenta cuando lo encontró porque entonces la línea entera en toda su magnitud se encausó en esa sola dirección formando algo como una espiral, y el calorcito además se volvió luz y mi pecho fue luminoso. Yo podía sentir la luz moviéndose dentro de mí. La línea de energía era larga, por lo que esa primera bolita tardó varios minutos en tomar su forma por completo y yo pude percibir todo lo que sucedía en mi interior. Para cuando terminé de leer tres veces el mensaje la bolita se había formado por completo. Lo supe porque la sentí con todo su peso bajar hasta la boca de mi estómago e instalarse ahí desde ese momento.

Las bolitas de luz no me molestaban ni intervenían con mi respiración o con alguna de mis funciones corporales, pero a veces sí lo hacían con mi ingesta de alimentos. Sucedía que, para quedarse donde estaban, las bolitas de luz requerían enormes cantidades de chocolates, dulces y alguna copa de vino de vez en cuando. Entonces, cada vez que aparecía una primera bolita, yo empezaba a ausentarme de las cenas familiares o de las comidas con conocidos, y terminaba solo aceptando el vino o los postres, pero en general prefería estar sola para que nadie me preguntara si no tenía hambre o por qué bebía tanto, y si andaba en la calle no evitaba comprar algún helado o una caja de chocolates; después de ingerirlos la bolita de luz dejaba de revolotear y se quedaba quieta en la boca del estómago hasta que llegaba otro mensaje y crecía otro poquito.

Lo que pasaba era que todo lo que yo comía en realidad servía para alimentarlas a ellas, que prevalecían por encima de mí misma. A través del tiempo había descubierto que comenzaban siendo del tamaño de una canica como esas que les dicen agüitas, pero que dependiendo de lo que yo comía o hacía iban creciendo hasta quedar como las bombochas, que son las canicas más grandes y pesadas. Cuando una bolita de luz crecía tanto, su propio peso le ganaba y bajaba de la boca de mi estómago a mi vientre, y ahí se quedaba. De manera invariable ahí terminaban todas, sin importar cuántas fueran, y yo las sentía a detalle: cuando se formaban, cuando bajaban y cuando caían hasta su guarida final. Había aprendido a vivir con ellas, a cuidar que estuvieran quietas, pero sobre todo a que no se rompieran, porque cuando alguna se rompía quería decir que las demás lo harían también. Por eso, cuando las sentía moverse o brincar, corría a buscar algún libro de los que ya sabía que funcionaban: Jaime Sabines, Mario Benedetti, Kyoichi Katayama. Les leía un poco y se calmaban, y si querían más alguna se movía más despacio y con eso yo sabía que querían más. Luego, cuando se quedaban quietas, ya podía contarlas para ir calculando el tiempo que me quedaba antes de que iniciara aquella reacción en cadena y yo tuviera que atenerme a lo que venía después.

En esa última ocasión alcancé a contar once bolitas de luz; todas empezaron del tamaño de una agüita en mi pecho y terminaron como bombochas en mi vientre. La primera llegó con el mensaje ruidoso en mi celular; la segunda se formó, cuando, a través del celular, nos pusimos de acuerdo para ir tomar una cerveza a una cafetería, ahí hablamos de un montón de libros y de autores y de su país y del mío y de los grandes problemas de la humanidad; la tercera y la cuarta se formaron en una semana y cayeron al mismo tiempo, después de una serie de mensajes en los que no tuvimos contenidos entre líneas sino palabras claras; la quinta llegó cuando hicimos una segunda cita para comer; el resto de las bolitas fueron sucediéndose unas a otras en una misma tarde, en no más de cuatro horas, durante la comida.

No recordaba que tantas bolitas hubieran caído en tan poco tiempo, pero cuando pasó no había vino ni chocolates y por eso solo pude darles cerveza ámbar y dulcecitos como colaciones. Las sentía primero como líneas serpenteantes, y luego como espirales buscando su centro, y luego como bolitas pesadas, y luego como huéspedes de mi vientre alimentándose de lo que yo bebía y comía, y ellas crecían en un movimiento frenético pero imperceptible. Tampoco recordaba que antes de ese día las bolitas hubieran llegado a su tamaño final en pocas horas, ni que me hubieran dado una luz tan intensa. La tarde oscurecía y yo sentía que iluminaba completa la terraza en la que nos habíamos acomodado largo rato atrás. Sentía las mejillas calientes y el pecho hinchado, la sonrisa enorme y permanente, las manos ágiles, las piernas firmes, las palabras fáciles. La sexta bolita llegó cuando lo miré a los ojos y percibí un brillo que no le conocía; la séptima cuando me tomó del codo al atravesar una avenida; la octava y la novena, cuando, bajo la mesa, pegué mi rodilla a la suya y no la retiró; la décima cuando tocó mi mano de manera fugaz. Mis mejillas calientes y mis manos sudando y mi pecho sintiendo la ausencia de las bolitas y mi vientre dando fe de su existencia y de todo su peso.

Pagamos la cuenta cuando la noche ya había tomado su lugar, salimos y dejamos el restaurancito a paso lento. La última bolita, la número once, se formó cuando metió su mano en la bolsa de mi abrigo y la sentí helada contra la mía. Esa fue la más rápida de todas. En tres pasos ya tenía todo su tamaño y aplastaba a las otras diez bolitas en mi vientre, las empujaba, intentaba colarse entre ellas, moverse de un lugar al otro y yo ya no tenía nada para alimentarla. Hablamos de cualquier cosa mientras yo tenía dentro toda esa cantidad de luz. Me recargué de espaldas contra una pared, él se plantó frente a mí y diluyó por completo la distancia entre nuestras bocas. Su saliva caliente contrastó con el frío de sus manos y se volvió parte de mi luz, de mi interior luminoso, y las bolitas no pudieron contenerse más. De una en una comenzaron a moverse, a temblar, a chocar unas contra otras, a girar sobre sí mismas, a rodar y revolotear hasta que, también de una en una, empezaron a abrirse, a romperse, a liberar la luz que me llenó por dentro y creció y creció hasta que el espacio en mi vientre ya no les alcanzó. La luz que antes contenían las bolitas desbordó mi capacidad y la sentía en riesgo de salir por mis ojos, por mi boca o por cualquier espacio que encontrara. Mis manos escurrían sobre sus brazos; su cuerpo completo dejaba de hacer presión sobre el mío porque ya no podía asirme; mis piernas, mis caderas y pecho tomaban su forma líquida. Él mantenía los ojos cerrados igual que yo, me rodeaba y me buscaba a ciegas, pero la transmutación ya era irreversible. Yo dejaba de ser un cuerpo sólido para convertirme en agua: en lago, en río, en cauce, en mar. Las bolitas de luz me calentaban, me hervían, me convertían en vapor y me precipitaban sobre nosotros mismos. Sus manos ya no estaban frías, su ropa húmeda de mí se le pegaba al cuerpo, y entonces la luz ya invadía dos cuerpos en un espectáculo que la gente contemplaba: algunos sonrientes, otros con la ceja levantada, otros con el ceño fruncido.

Personas caminaban cerca o nos miraban de reojo sin comprender.

Varios minutos después volvimos a ser dos cuerpos, cada uno con su forma y su peso y su estado propio. Sentí las yemas de sus dedos, suaves y tibias, rozando mis palmas. Los últimos restos de las bolitas aún bajaban desde mi vientre. Lo miré a los ojos: brillaban. Su cuello palpitaba con rapidez. Puse mi mano sobre su pecho y percibí una suave vibración, como el ronroneo de un gato. Me quedé quieta y comprendí: bajo mi tacto, bajo su piel y sus huesos, sentía la creación y el movimiento de sus propias bolitas de luz.

SEMBLANZA

Xóchitl Olivera Lagunes (Ciudad de México, 1985) estudió la carrera de ingeniería agrícola en la UNAM. Ha tomado diferentes talleres de creación literaria. En 2019 estudió el diplomado en escritura literaria en Literaria- Centro Mexicano de Escritores, que incluyó talleres y cursos con Lola Ancira, Gabriela Ynclan, Yendi Ramos, Alejandro Espinosa Fuentes, Alejandro Carrillo, Mario González Suárez, David Meza, Pablo Soler Frost y Benjamín Anaya, entre otros y otras. Ha publicado relatos en la revista digital Cronopio y una novela corta (Ojos de gato, 2016). En 2020 ganó el Premio Nacional de Novela Joven José Revueltas.

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