Hace unas semanas, la artista guatemalteca Regina José Galindo visitó México y puso en la Feria del Libro del Zócalo el performance Nada nos calla, un grito colectivo de nueve minutos, el mismo tiempo que 41 niñas gritaron antes de morir quemadas en un albergue de Guatemala, en marzo de 2017.

“Cuando recibo la invitación de México, lo pienso, pero llego a la conclusión de que hay algo que nos une como territorio y es esta situación de violencia descontrolada hacia nuestros cuerpos”, dice la artista, poeta y feminista nacida en 1974, quien desde hace más de dos décadas desarrolla una obra radical, contextualizada, que a partir de su cuerpo exhibe la violencia de género; la mujer en condición de cadáver o desechable o como mercancía. Galindo ha hablado también de ese otro control del cuerpo femenino que opera bajo ideas de sometimiento. Creó, por ejemplo, Himenoplastia (2004), una operación quirúrgica en la cual le reconstruyeron el himen para volver a ser virgen; se ha enterrado en arena y tierra, dejado en la calle en una bolsa de cadáveres, vestido de novia, cubierto de sangre, quedado dentro de un nicho mortuorio.

Regina tiene en su brazo un tatuaje: A-1 53167, es el número de la cédula de su amigo, el artista Aníbal López, que así firmaba, con su cédula, y que a su muerte, en 2014, ella se grabó.

Esa violencia contra la mujer no conoce fronteras

Hay cuestiones en nuestra historia política donde podríamos indagar y ver ciertos hilos conductores, ver en qué momento y por qué razones estas violencias se han recrudecido contra nuestros cuerpos. Guatemala tuvo esta terrible guerra espantosa de 36 años, consecuencia de una intervención gringa, y en la que hubo una violencia sistemática militar donde se violentó, se violó, se mató a miles de habitantes, el cuerpo de las mujeres era siempre el botín, un trofeo de guerra. Los soldados llegaban a las comunidades indígenas y masacraban, quemaban y violaban a las mujeres.

Lo que interesa es que ahora nosotros como mujeres, en una situación tan crítica, entendamos que ya no es sólo un momento de resiliencia y de resistencia, es un momento de acción, que entendamos que tenemos que pelear por nuestros cuerpos y por los cuerpos de las mujeres que vienen. Y no es accionar con las mismas armas de la violencia, sino con una situación consciente y confrontativa; hay que poner un basta; no es posible la normalización y la trivialización de esta violencia; no es posible ese humor de las nuevas generaciones contra los movimientos feministas y que nos llamen “feminazis”, tratando de quitarle fuerza a esta lucha. Es el momento de sororidad; no sólo entre mujeres, es de apoyo entre todos.

¿Cómo opera la trivialización?

Desde las noticias; desde cómo se habla en los medios. Cuando se asesina en México o Guatemala a los hombres se les da un tiro de gracia; y las mujeres, previamente, sufren violencia sexual; estos son crímenes de odio contra las mujeres. Los crímenes pasionales no existen; es absurdo; llamarlos así es misoginia. Hay que poner las palabras correctas; no hay que tenerles miedo. Cuando la gente dice que está cansada de escuchar el término feminicidio, forma parte del conflicto. El feminicidio es un crimen contra el cuerpo de la mujer, por razones de género, aunado a un Estado ineficiente que deja que eso suceda. La sociedad civil, al cruzarse de brazos, al no hablar y tomarlo a la ligera, es parte del problema.

Migrantes en busca de un sueño.

Al crear el “Curso de supervivencia para hombres y mujeres que viajarán de manera ilegal a los Estados Unidos”, Galindo encontró que muchas medidas e información para que las mujeres no fueran violadas resultaban insulsas. La artista se sorprendió con lo que le decían las emigrantes: “A todas en Guatemala nos ha sucedido algo, lo que nos están diciendo que nos va a suceder en el camino no es nuevo. Tenemos más miedo a estar acá, de lo que nos pueda pasar”.

Galindo reflexiona: “Cuando te enfrentas a ese tipo de testimonio, tus ideas se vienen abajo; entiendes que quien huye de su país y deja todo para salir con una bolsa, sin un papel, con sus tres hijos —a pesar de que sabes todo lo que te pueda pasar en el camino— es porque estás desesperado, con miedo y hambre”.

Esas personas, los que no tienen conocimiento del mundo del arte, ¿cómo responden a tu obra?

Es muy interesante porque estás trabajando con personas reales que no entienden el arte, que no les interesa; el arte es visto como arte, desde la formalidad, cuando estás hablando con un colega o con la institución. Cuando estás en la calle o en el espacio público, al otro le importa un carajo lo que eres. Ahí, como artista, tienes que entender que pierdes tu papelito y tu ego como artista, que funcionas como gestor de una experiencia humana.

¿Te interesa que el arte modifique la vida de la gente?

Eso es muy utópico. Son metas demasiado difíciles. Esto no modifica la realidad para nada; modificarla requiere otras estrategias. El arte es un granito de arena que ayuda a debatir, a abrir ciertas puertas. ¿Me entiendes? El artista no es un dios, no tiene la potestad ni creo que pueda pensar que cambiará la realidad. Aportas; pero también tus opiniones no son la verdad. Son las de un mortal más.

¿Trabajas en Guatemala o fuera?

Viajo quizás una vez al mes. Guatemala me sirve para vivir, crío a mi hija, y me interesa producir, hablar en mi país. Hace muchos años decidí que quería seguir trabajando en mi país; es muy importante que los artistas nos quedemos a trabajar en nuestras regiones. Trabajo con el exterior, con una galería italiana, Prometeo.

¿Qué tanto sientes que, como sociedad, nos abrimos y no tememos al cuerpo?

La relación que tengo como guatemalteca con el cuerpo es delicada; lo primero que tenemos es la historia terrible en donde nuestros cuerpos fueron tomados y violentados de manera terrible; luego tenemos una sociedad patriarcal y machista donde esta violencia se ha normalizado desde que tengo uso de la memoria. Cuando decido que voy a utilizar el cuerpo como material de trabajo, esa es una respuesta ética. No quería que nadie más hiciera el trabajo sucio, tenía ciertas ideas, nivel de peligro, cierta radicalidad que no respondía a una cuestión gratuita. Es radical porque vengo de Guatemala; ¿si no reflejo la realidad que otra cosa puedo reflexionar?

Desde el primer performance que hago —no tenía mucho conocimiento de arte, de hecho soy secretaria— digo: “Tengo esta idea, la voy a producir yo misma porque no quiero que ninguna mujer tenga que pasar por esta situación”, y ya se queda como herramienta ética del trabajo. Cuando vienes de una sociedad, con esta religión, el cuerpo no te pertenece. Utilizar tu cuerpo con libertad es una tremenda transgresión... los primeros bloqueos fueron los familiares, el discurso de los padres: “¿Qué estás haciendo?” Era el cuerpo de la hija que todavía les pertenecía. Al principio, para mí, era un acto de empoderamiento, ahora es un oficio, parte de mi trabajo, y siento que gané la batalla de sentir que mi cuerpo me pertenece.

¿Has publicado tu poesía?

No mucho; el año pasado hicimos una publicación con editorial El Pensativo. Todo nace de la escritura. Soy hija de una mujer, también secretaria, pero una mujer cultísima; para ese momento, ya ser secretaria, con cinco hijos, era una herramienta de poder. Era una ávida lectora, y yo tenía la costumbre de escribir, escribir. Trabajé en un medio, Prensa Libre, ahí conocí a unos poetas que conocían a Marco Antonio Flores El Bolo, y ahí me empecé a formar. Todo fue muy rápido. Imagínate: yo crecí sin entender lo que pasaba en el país, hija de un juez, 18, 20 años, y un día mi hermano llega con el libro Así me nació la conciencia, de Rigoberta Menchú, y digo: “No puedo creer que todo esto esté pasando”. Sabía que había guerra pero no entendía la gravedad; me empiezo a juntar con estos escritores. En una agencia de publicidad me hago amiga de dos artistas, María Adela Díaz y Jessica Laguna, me presentan a Aníbal López; Aníbal me presenta a Santiago Sierra y a Teresa Margolles, y me voy formando poco a poco.

¿Cómo manejas el mercado? ¿Qué vender y qué no de estas obras?

Ah, es muy importante. Yo vivo del arte, son batallas ganadas especialmente para una mujer en Guatemala, secretaria. El poder salir de las fronteras, acceder a espacios de élite, ir a una Bienal de Venecia, a Documenta, espacios de privilegio para hombres blancos. Me siento muy agradecida pero todo el tiempo muy consciente porque es un espacio para hablar y donde te van a escuchar. Se comercializa cierto tipo de trabajo.

¿Cuál no?

Por ejemplo, en 2017 hice un trabajo que se llamaba Presencia, con 13 familias que me dieron vestidos de 13 mujeres asesinadas. Era muy sencillo; yo usaba el vestido dos horas; todas estas familias tenían los procesos en pausa, buscaban justicia. No eran los vestidos de cuando fueron asesinadas, eran vestidos que las familias guardaban como tesoros, habérmelos prestado era una muestra de confianza. Esa obra no se comercializa, por ejemplo. ¿Cuál es el criterio de no comercializar algunas piezas? Lo tomo yo. En este caso son las historias de estas mujeres, es la vida de estas mujeres lo que está en juego. Estoy hablando de vida y muerte, y poniendo mi nombre como medio para hablar de ellas. Tenían nombre y apellido, y yo no voy a comercializar con estas mujeres con nombre y apellido.

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