Un episodio extraño

a Jorge Luis Borges y Stanislaw Lem, con profunda admiración, al Dr. Emmet Brown, por regresar del futuro.

Decidí escapar a mi residencia de verano cuando anunciaron que, a causa de una pandemia, uno debería recluirse en casa. Por fortuna, escribir y vender guiones de ciencia ficción a una compañía productora extranjera me ha permitido ahorrar un capital respetable, así que ante tales circunstancias la cuenta en el banco me despojaba de cualquier apuro.

Llegué a mediodía, abrí la puerta. El sol iluminó, esplendoroso, las curiosidades y reliquias que guardo: un librero con la colección completa de los libros de Philip K. Dick e Isaac Asimov, un teatro guiñol arrumbado, el traje de pierrot que cuelga de un perchero polvoso; la réplica, a escala natural, del “alien” de H.R. Giger; los posters que anunciaron el espectáculo de Harry Houdini, del ilusionista David Copperfield y una función cinematográfica de Georges Méliès. Me sentí orgulloso, fascinado ante la colección que cultivo desde hace años.

Algo se movió dentro de la residencia. Al girarme hacia la sala, me quedé inmóvil: un tipo entrado en años, espigado, bebía un trago. Se mantenía quieto. No pude distinguir bien los rasgos del desconocido, excepto un tupido bigote blanco, muy similar al mío. Y eso es mucho decir, pues entre el gremio de los guionistas el bigote de Ismael Sardukán, es decir, mi bigote, es ampliamente reconocido.

—¿Quién es usted? —pregunté, al tiempo que corrí las persianas.

Entró un disparo de luz. El desconocido gruñó, se cubrió el rostro con el dorso de la mano y, ante la incomodidad de la riada lumínica, dio un paso al costado. Repasé de forma mental mi ruta de escape hacia la puerta por si el tipo estuviese armado o se tornara violento. Algo en él, sin embargo, me despertó simpatía. Cuando se descubrió la cara, mi asombro fue mayúsculo. Era idéntico a mí, sólo que un poco más flaco, canoso, con arrugas profundas en el rostro. No vestía un traje elegante como los que acostumbro, sino un suéter desgastado, de cuello alto.

—La pregunta es quién eres tú, carajo —respondió con la misma cara de imbécil que seguro yo esgrimía.

Me impactó la manera en que acentuaba la palabra “carajo”, del mismo modo en que suelo hacerlo.

—Hola —dije, soy Ismael Sardukán—, vine a esta casa a refugiarme de la pandemia.

—No —dijo con firmeza—. Yo soy Ismael Sardukán. Esta es mi tercera pandemia.

—Mi segunda —reforcé, para mantenerme a la altura.

—Esto está jodido —replicó.

En otras circunstancias pensaría que este encuentro era raro, un evento extraño, pero con las condiciones actuales del planeta lo extraordinario no despierta un desconcierto catastrófico. Mi residencia de verano, además, es bastante peculiar. Una madrugada vi salir un duende de la recámara, muy quitado de la pena; el fantasma de una mujer barbuda aparece de forma recurrente mientras tomo una ducha; y más de un par de ocasiones me ha despertado el cosquilleo de la nariz de un conejo blanco (salido sin duda de un sombrero). Cada uno de estos incidentes es común —al menos eso determiné después de horas de concienzuda reflexión— debido a mi colección de artilugios de magia, brebajes y recetarios de hierofantes. Así, encontrarme conmigo me pareció un hecho natural.

—Sé lo que estás pensando —dijo el viejo—. Sabes cómo es esta casa, un punto peculiar del espacio. Parece que el día de hoy hemos coincidido en un desajuste temporal o en alguna trampa de la teoría de cuerdas.

—Esto está jodido, carajo —repuse.

El tipo, es decir mi “yo” del futuro, se encogió de hombros. Era desesperante ver reflejada mi indolencia en otro cuerpo.

—¿Por qué usas ropa corriente? —lo regañé, agresivo— Procúrame, soy un guionista importante.

—Ya no somos guionistas —contestó con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Cómo que ya no?

—Decidimos, de manera sabia, regresar a publicar poesía y ensayitos filosóficos.

—Eso es una bicoca. No alcanza ni para cigarros.

—Sí alcanza, cuando son baratos —me mostró una cajetilla de cigarros sin filtro.

—¿Y cómo nos ha ido con los poemitas?

—No me quejo. El dinero no lo es todo.

—Para mí, sí, ¿cómo crees que compre esta residencia, el whisky que te estás bebiendo?

—¿Y la filosofía?

—Nos volvimos una especie de estoicos budistas.

—No puede ser, solíamos considerarnos epicúreos, cercanos al hedonismo.

—No te apures, Sardukán. Ahora nos sentimos plenos.

—No hables en plural. Di que tú te sientes mejor, a mí me interesa seguir escribiendo guiones. Tengo pensado uno maravilloso sobre un tipo al que le instalan un chip enciclopédico, una verdadera intriga futurista.

—Ah, ése. Ni lo escribas. Resultó un fracaso. Por cierto, debiste casarte con la chica de cabello castaño, ¿cómo se llamaba?

—No me sermonees.

El bigotón se sentó con parsimonia.

Furioso, me dirigí por una copa de whisky. Cómo podría ocurrir en el futuro que mi guion fracasara, era brillante. Me invadió una ligera náusea; después de dos tragos, me sentí reconfortado.

Un ruido proveniente de la recámara me mantuvo alerta, pensé que se trataría del duende. Para mi sorpresa, me vi aparecer unos veinte años más joven, sin bigote, al estilo de un rockero, un “dark” o algo similar. Había olvidado que solía vestirme de ese modo; me resulté grotesco.

—Esto está jodido, carajo —exclamó mi “yo” joven.

El anciano nos presentó, no sin ironía:

—Ismael Sardukán guionista, te presento al imberbe Ismael Sardukán, explorador, intento de fotógrafo y pasante de poeta. Llegó hace dos días. Se la ha pasado llorando porque su novia lo abandonó en plena epidemia. Su amigo le prestó esta residencia. No me cree que adquirirá esta propiedad en el futuro. Por cierto, le encanta debatir conmigo sobre literatura.

—Se ve preocupado —comenté.

—Claro —dijo el veterano—. Es su primera emergencia sanitaria mundial. Se acostumbrará.

—Cállese, viejo idiota —respondió el chico—. A mí la muerte me tiene sin cuidado. Lo importante, lo único es para mí el amor ¿Ha leído la metafísica del amor, de Schopenhauer?

—Claro que la hemos leído. Ya se te pasará esa etapa, Schopenhauer es un ogro resentido. Ahora leemos a Baumann y a Byung-Chul ha. No sé si alcanzarán la gloria, pero encuentro en ellos cierta actualización filosófica.

—No sea tonto. Seguro no le gusta tampoco la idea del superhombre, de Nietzsche.

—Es anacrónica.

—Anacrónico, su bigote. Usted es un traidor, vejete, yo creo el “ser”, en la pureza de la ontología.

—Ahora creemos, pero no en un solo “ser”, sino en las distintas expresiones del “ser”. No existe un “ser” único ¿Qué piensas, Sardukán guionista?

—A mí no me incluyan —intervine.

—Tú no te salvas -dijo Sardukán arcaico—. Confiesa, ¿qué fue de tu fascinación por los clásicos, por los libros intelectuales?

—La tengo a resguardo. Me avergüenza hablar de alta literatura con los productores de cine. Son primitivos, no entenderían una palabra.

—Te vendiste —exclamó el mozo.

De pronto, sin apenas notarlo mis duplicaciones se hicieron de palabras en un campo literario. Me recargué en el librero, dispuesto a disfrutar el espectáculo de la furiosa lucha, una batalla intelectual que había comenzado, sin duda, desde que mis réplicas se conocieron dos jornadas antes.

—Te hace falta leer mucho —dijo el mayor, con arrogancia.

—Cállese la boca, carajo. Le voy a romper la cara.

—Atrévete.

El chico se arrojó como un animal herido. El tipo del bigote, aunque lento, recordó las lecciones de judo que frecuento; lo envió al suelo en un movimiento. El muchacho volvió a la carga. Se entrelazaron, combatieron, estaban fuera de control. Pensé en intervenir; me contuvo el descubrimiento, en la mano de mi “yo” joven, de una navaja con la que solía acompañarme para hacer exploraciones en el bosque y la montaña. La pelea se tornó feroz, se dieron con todo: un libro, el teléfono, los vasos. Estropearon mi alfombra de chenilla con el whisky que se desparramó. Se jalonearon, se arañaron, mordieron y trompetearon, fueron unos salvajes; no sabía que yo podía ser un auténtico salvaje.

De forma abrupta pararon. El “yo” viejo se puso de pie. Pensé que habría resultado victorioso hasta que comprobé, con horror, que la navaja se le había enterrado por accidente en la yugular.

—No te muevas —grité.

El tipo se arrancó la navaja del cuello, sin darme tiempo a asistirlo. Un chorro de sangre salió disparado desde su cuerpo.

—Mis muebles…mis cortinas —lamenté.

El veterano trastabilló, trató de contener la hemorragia con los dedos, me contempló con ternura, y dijo, dramático:

—¿Ahora lo ves? Es tiempo. Debemos volver a la poesía.

Luego se vino abajo.

Mi “yo” lozano observó el cuerpo sobre el piso. Marqué, mientras tanto, a la policía. Antes de que la llamada se concretara, apagué el teléfono. Reconsideré, ¿qué podría decir?, ¿cómo iba a explicar los duendes, el fantasma de la mujer barbona, mi triplicación espontánea? Era un argumento retorcido. Pensarían, bajo el clásico cliché, que estaba loco, se reirían a través de la bocina.  Derrotado, me senté junto al chico y le di un par de palmaditas en la espalda. Después me miré allí, echado, muerto, un objeto inerte.

Tuve una ligera alegría que me hizo sentir culpable: dilucidé que de las dos posibles tragedias ésta resultaba la menos ingrata. Es decir, si el Sardukán joven hubiera muerto en lugar del otro, probablemente yo hubiese desaparecido, de tal modo no existiría esta narración. Era mejor así, quién sabe qué mecanismo del futuro habríamos alterado, pero daba igual, seguíamos vivos, al menos el “yo” del pretérito y el del presente; aunque claro, resultó incómodo confirmar que nuestro “yo” del futuro estaba muerto en el presente. Qué lío.

Ambos, Sardukancito y Sardukán, nos llevamos la mano a la barbilla con nuestro gesto característico.

—Esto es perturbador —le hice notar— También es, en cierta forma, excitante, como una historia de Jorge Luis Borges mezclada con una de Stanislaw Lem.

—Borges es demasiado complejo; es un vanidoso.

—Muchacho, no puedes hablar mal de Borges. Debes revisitarlo, con atención.

Se encogió de hombros.

—Me da igual —respondió rabioso— Al otro, ni lo conozco. Sin embargo, como dijo William S. Burroughs…

—Ese es un drogadicto burgués, un escritorcito descuidado, ni lo menciones.

Mi “yo” joven me miró con ira. Guardé silencio. Comprendí que él tenía gustos literarios que mi “yo” actual ha dejado al paso del tiempo, que la idea de la inmortalidad y lo solemne se esfumaron; que en la actualidad me interesa más una buena prosa o el mecanismo necesario para lograr una historia memorable. Mis ídolos literarios son otros, he cruzado un largo camino desde William Faulkner y Pablo Neruda hasta Paul Auster, Milorad Pavic y Wislawa Szymborska, por ejemplo. En resumen, era inútil discutir, teníamos gustos distintos, éramos personas diferentes.

Alcé la copa de whisky, brindé. Correspondió al gesto. Miramos nuestro cadáver sobre la alfombra.

—¿Lo enterramos en el jardín? —le consulté.

Mi “yo” joven asistió. Me miró con complicidad; aunque, no sé, me pareció percibir un brillo oscuro en sus ojos.  Me pregunté entonces si la muerte de nuestro doble fue producto de un accidente.

Enseguida se puso de pie, fue a buscar una pala. Saqué una cajetilla, encendí un cigarro, me incorporé a abrir la ventana. Afuera se escuchaban los pájaros; no había una voz humana a la redonda, el sol permanecía esplendoroso. La vida semejaba ser tan perfecta que uno juraría que no podría existir un virus mortal en las calles o un muerto dentro de la casa. Vi flotar las volutas de humo; me atusé el bigote. Percibí que el chico me espiaba, con un gesto sospechoso, desde el jardín.

Comprendí que esta cuarentena conmigo mismo iba a ser cruda, interminable. Con delicadeza me incliné, y guardé en mi bolsillo la navaja de explorador, por si las dudas.

*Sobre Ulises Paniagua (México, 1976)

Narrador, poeta, videasta y dramaturgo. Ganador del Concurso Internacional de Cuento de la Fundación Gabriel García Márquez, en Colombia (2019). Ha sido considerado en una antología, en Rusia, como uno de los más interesantes poetas contemporáneos de Latinoamérica. Posee dos posgrados en la especialidad de imaginarios literarios.  Es autor de las novelas La ira del sapo (2016), y Ese lugar existe (2017); así como de siete libros de cuentos: Patibulario, cuentos al final del túnel, (2011), Nadie duerme esta noche (2012), Historias de la ruina (2013), Bitácora del eterno navegante (Abismos, 2015), Entre el día y la noche (UAM), Las tuercas en mi cabeza (2019) y El horror en cada puerta (2019). Su obra incluye cuatro poemarios: Del amor y otras miserias (2009), Guardián de las horas (2012), Nocturno imperio de los proscritos (2013), y Lo tan negro que respira el Universo (2015); así como los CDs sonoro-poéticos: Cuadriversiones (2013), Clandestinos y nocturnos (2014), y Mientras nos queden labios con qué cantar (2016). Su obra ha sido traducida al inglés, al checo, al ruso y al italiano.

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