SONRISA DE COCODRILO


«¿En qué momento me darán ganas de ir y tirarme por la ventana?»

Casas Vacías, Brenda Navarro


Ese día usabas una falda rosa y llevabas dos coletas, es lo único que puedo recordar ahora.

—Pero te apuras —te dije a grito suelto, mientras anudaba mi cabello en un chongo.

—Acuérdate, me voy a comprar unos cheetos —gritaste desde la ventana, mostrando tu peculiar sonrisa que simulaba, según nosotras, la de un cocodrilo.

Al mirar tu rostro, alcancé a ver a un grupo de niños que atravesaron la calle. Eran tres y uno de ellos pateaba un envase de Coca-Cola a cada paso que daba. Te sonreí y me acerqué a apretarte una de las coletas.

—Sí, pero córrele y vete con cuidado, que ya va a estar la sopa —te dije, dándote una ligera nalgada. Te observé desde la puerta y te retiraste dando unos brinquitos infantiles al caminar, hasta que pateaste una piedra antes de girar a la derecha.

Mientras tanto, un hombre de una camioneta negra se detuvo frente a la casa para preguntarme por una calle. «Mire, se va todo derecho y gira a la izquierda, allí va a topar con la calle», le dije recargada sobre la puerta. «No hay pierde», añadí con suma seguridad. Él levantó una mano a modo de agradecimiento y luego yo corrí hacia la cocina para terminar antes de que llegaras.

Lavé los trastes apilados sobre el fregadero con sumo cuidado, ya que se trataba de una vajilla café mate, uno de los pocos regalos buenos que recibí en mi boda. Una taza quebrada del asa llamó mi atención y al observarla me pregunté: ¿Qué tan difícil es que las pocas cosas buenas que hay en casa permanezcan en su estado original? Malhumorada, la arrojé al bote de basura y continué examinando las demás.

Sequé la vajilla una a una y las acomodé en el trinchador de la sala, con la certeza de que no la volvería a sacar durante la reunión de los sábados. Encendí un cigarrillo para que se me pasara el enojo y recuperé la taza quebrada para usarla como cenicero. Apenas me dirigía a la sala cuando advertí que el teléfono comenzó a vibrar. Di una bocanada, fatigada de pensar que serían los cobradores que me invitarían a regularizar mi situación bancaria.

Pero luego pensé que quizá se trataba de Julio preguntando por ti, tu salud, calificaciones y nuevas hazañas. Me alegré al imaginar que se tocaría el corazón y que te mandaría unos mil pesos. Apagué el cigarro y acomodándome la chancla con rapidez tomé el teléfono que había dejado a un lado de la sopa, pero solo alcancé a leer un número que desde luego desconocía. Revolví la sopa que ya empezaba a burbujear, sorbí un poco y me quemé el labio superior, luego y con gran molestia, arrojé el cucharón con impaciencia.

Volvió a vibrar el teléfono, bajé la flama y contesté alterada. Fue cuando te escuché con esa voz que me arde en todo lo que soy. «Mamá», dijiste con el llanto cortado y rasposo, «ayúdame, ven por mí. Me subieron a una camioneta». Mis lágrimas rodaron sin remedio y el llanto luego de un rato daba la impresión de formar un caudal.

Se me anudó la angustia y el temor en el estómago cuando escuché una voz ronca y amenazante «Tenemos secuestrada a su güerita y no es por nada, pero está de buen ver. Vaya juntando mija, y se la regresamos en la noche», me dijo una voz masculina mientras masticaba algo chicloso. Luego, unas carcajadas estallaron, y a su vez te escuchaba llorar muy fuerte.

Jamás imaginé que la felicidad de otros se cifraría en mi desgracia. Supliqué tanto como me fue posible «No le hagan nada, por favor, tiene nueve años». «Es lo único que tengo en la vida», dije una y otra vez. Tu llanto, un golpe, seguido de un «cállate chamaca latosa», fueron el cierre de la llamada.

Marqué el número una y otra vez y solo escuchaba la grabación que decía, «el número que usted marcó no está disponible o se encuentra fuera del área de servicio. Para mayor información favor de marcar *111…».

Me retumbó la culpa, sentí la carga de mis actos y me sostuve de la cocina, esa que me acababan de entregar. Luego grité y grité y volví a gritar tu nombre con un llanto estruendoso, y ahora que lo pienso, nunca entendí como es que no me escucharon los malditos vecinos. Vomité en el lavabo hasta dejarlo en condiciones deplorables, luego tomé la sopa que aún hervía y la arrojé contra el piso. Jalé mis cabellos y me hinqué suplicando con el mismo grito de dolor «¡Dios mío!, ¡ayúdame!, ¡no me desampares!». Nunca fui devota, ni lo soy ahora, pero no tenía a quien más recurrir.

De nueva cuenta vibró el teléfono, corrí para contestar, creyendo que cuando menos te devolverían, como sea que fuera, pero era Julio. Desvíe la llamada y elegí un mensaje automático «Estoy en el trabajo, al rato te llamo». Lo último que quería escuchar eran sus preguntas falsas.

Volví a marcar el número desconocido, pero la grabadora seguía dando el mismo mensaje. Miré la vajilla con denuedo, ¡la estúpida vajilla! y mediada por arrebatos y pesadumbres, intenté azotar el trinchador contra el piso, pero no pude. Lo abrí y comencé a estrellar, uno a uno, los platos grandes, pequeños, hondos, los planos y las tazas contra la pared.

Los vidrios salpicaban frente a mí con un efecto de rebote, una respuesta llena de rabia y venganza, aquello me orillaba arrojarlos con mayor fuerza, hasta que uno de ellos se clavó en mi muslo izquierdo. Sin darle importancia continúe con mayor coraje, hasta que noté que la sangré fluía formando un charco gelatinoso en el piso.

Me detuve, y solté una carcajada falsa, como la suma de una desgracia más, luego me incliné y jalé el vidrio con la mano derecha, pero ya se hallaba atascado. Con torpeza jalé de nueva cuenta, pero ahora con más fuerza, hasta que escuché un chasquido. Observé que un trozo de mi piel quedó clavada en el vidrio, y con asco y terror lo arrojé contra la pared.

Rengueando, me dirigí a la sala pensando en llamar a la policía, debía dejar el caos y ser razonable, aunque ni siquiera era capaz de recordar de qué manera ibas vestida. No sé si el desfallecimiento que sentía era a causa de tu secuestro o porque me estaba desangrando.

Llamé a la cruz roja antes de desmayar y perderte por completo, antes de enviar una alerta amber, antes de pegar tu foto en la colonia, antes de buscar tu cuerpo en la morgue, antes de revivir día a día, el último día que te vi.


Sobre la autora

Sonia Higuera (Sinaloa, 1983) estudió Filosofía en la Universidad Autónoma de Sinaloa, así como una Maestría en Historia. Actualmente, es docente en instituciones privadas y es coordinadora de la plataforma Tejiendo Historias, un espacio dedicado a escritoras cuyo principal objetivo es ofertar talleres de narrativa, como cuento y novela. Su preparación literaria comenzó en talleres ofertados por Irma Gallo, Fábrica de Historias, Mónica Lavín, y Alex Reyes. Hoy en día se encuentra trabajando en su primer proyecto de novela a la par de cuentos enfocados en la violencia de género. “Sonrisa de cocodrilo” es su debut como escritora.

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