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Un amor por ocultar, aunque en cueros
no hay dónde esconderlo
«Mujer contra mujer», MECANO
«Es mejor pedir perdón que pedir permiso», si Casandra tuviera un lema, tal vez sería ese. Sin embargo, hay cosas que no se pueden remediar así de fácil. El amor que mora en el alma aún contra la moral, por ejemplo, es una aventura imposible de redimir. El cuerpo de Bárbara era su templo, y el amor que sentía por ella, su religión.
La besó con suavidad en los labios. Sus padres volverían de Praga esa noche y ella tenía todo listo para recibirlos. La tía Celeste le contó cómo había sido la fiesta de bienvenida de sus padres tras la luna de miel, y tenía toda la intención de recrearla para recibirlos luego del viaje de sus bodas de plata. No se le había escapado el más mínimo detalle: la decoración alusiva a los años 80, cuando celebraron el sacramento del matrimonio, el pastel que había mandado a hacer con la receta de la abuela y la comida de su restaurante favorito.
—Barbi, ¿podrías ayudarme por favor? —dijo Casandra mientras colgaba el manto de bienvenida en la sala, y la joven apareció de inmediato mientras veía a Casandra pararse en puntas sobre la escalera para alcanzar la parte más alta de la pared.
La misma Bárbara la hizo bajar y ella colgó la manta. Se sonrieron con complicidad, y como si se hubieran leído el pensamiento, se dirigieron a la cocina a preparar los aperitivos. La tarde transcurrió entre risas, bromas y besos. Nadie sospechaba que, tras conocerse desde la adolescencia, las mejores amigas se habían enamorado la una de la otra. Se conocían mejor que nadie en el mundo, el mundo parecía ignorar este secreto, secreto que ocultaban como solo se ocultan los mejores: «a simple vista».
—Yo terminaré de cortar el queso, amor, mientras tanto trae el vino para ponerlo a enfriar, por favor— pidió Casandra a su novia mientras seguía maniobrando en la cocina.
Bárbara se inclinó y comenzó a buscar en la cava el Cabernet Sauvignon que habían comprado para la ocasión. La botella, sin embargo, se había deslizado hacia un lado del mueble y se hundió en el hueco entre este y la pared. «¡Oh no! Espero que no se haya roto», pensó la chica preocupada, y puesto que no alcanzaba a ver en el diminuto espacio, metió a tientas la mano y buscó el cuello de la botella para poder retirarla de ahí. Sintió lo que supuso sería el cuello, aunque le extrañó la forma y la textura. Por último, dio con el vino y lo llevó a refrigerar para que estuviera listo a tiempo.
Se metieron a bañar y se ayudaron a arreglarse la una a la otra. Como toda la decoración era alusiva a los 80, el código de vestimenta también lo era, y se estaban divirtiendo de lo lindo al jugar y experimentar con sus peinados y el maquillaje, entre colores electrizantes, peinados con volumen escandaloso, calzado urbano y prendas estrafalarias que encontraron en tiendas vintage de la ciudad. El acceso a internet y los tutoriales que habían visto les fueron de gran utilidad para adaptar su estilo del año en turno al pasado. Justo estaban aplicándose el color a sus labios cuando sonó el timbre.
Los invitados comenzaron a llegar poco a poco al filo de las nueve, la tía Celeste fue la primera y las ayudó a servir los aperitivos y a ambientar la noche con música de la época. La recreación era perfecta. Aun cuando las chicas no habían nacido siquiera, habían logrado replicar la época con exactitud. De pronto, escucharon la llegada de un auto y todos guardaron silencio, luego esperaron a que Julieta y Luis entraran. «¡Sorpresa!», dijeron jubilosos al unísono. Ambos se conmovieron hasta las lágrimas y se unieron al pequeño festín en su honor. La noche transcurrió entre risas y copas, bailaron al ritmo de sus canciones predilectas, y, por fin, llegó el momento del brindis.
—Esta noche, quiero brindar por el amor —dijo Luis mientras servía para él y su esposa una copa de su vino favorito—, el amor de una mujer extraordinaria que ha sido mi mejor amiga, cómplice y, sobre todo, gran amor en los últimos veinticinco años. Que no sólo ha aguantado mis chistes malos y mi terquedad por más de treinta, sino que además me dio una hija maravillosa, bella y digna de admiración y respeto, que planeó la estupenda velada que estamos disfrutando. ¡Salud por las mujeres de mi vida!
«¡Salud!», respondieron los invitados en coro. El resto de la noche transcurrió acorde a lo esperado, algunos de los presentes comenzaban a manifestar los efectos del alcohol, y se retiraron uno a uno. Bárbara y Casandra estaban sonrientes y satisfechas con el éxito de la fiesta, aunque también cansadas por el extenuante trabajo que habían realizado a lo largo del día. Se retiraron a la habitación de Casandra para ponerse el piyama y tener un sueño largo y reparador. A nadie le extrañó que Bárbara pasara la noche en casa de «su mejor amiga», puesto que era común que algún fin de semana durmieran una en casa de la otra.
—Ahorita regreso amor, iré por un vaso de agua —le dijo Bárbara a Casandra justo antes de besarla y ponerse de pie para bajar a la cocina. Fue una sorpresa descubrir que no estaba sola, pues al encender la luz del comedor se encontró al padre de Casandra recargado en la cava con una sonrisa burlona.
—¿Y tus modales, Bárbara? Uno creería que con lo que tus padres se han gastado en colegios saludarías al ver a tu amante, o tal vez debería decir ¿a tu suegro? —susurró él con una voz gélida que demostraba todo el desprecio que podía sentir por ella, mientras la joven palidecía poco a poco—¿Creías que no lo había notado? ¿Que no sabía que mi hija y tú tienen meses sosteniendo un romance? ¿Creías que podrías escapar de mi así de fácil? No, cariño. Estoy acostumbrado a tener lo que quiero, y te quiero lejos de Casandra —dijo él con esa voz suave que pretendía contener el desdén que sentía por Bárbara, quien se había quedado helada en su sitio tratando de articular sus palabras, aunque sin éxito.
Lo vio acercarse al hueco entre la cava y el muro, palpar el espacio como lo había hecho ella esa misma tarde, y al ver el arma lo entendió todo.
La detonación sobresaltó a Casandra y Julieta, y las sacó de sus lechos. Al bajar las escaleras encontraron el cadáver de Bárbara con un hueco circular en la frente, y Luis reía histérico con el arma en la mano.
—¡Dios mío! ¡Llama a emergencias! —alcanzó a decir Julieta justo antes de perder el conocimiento.
Sobre la autora
Ana Rivera (San Luis Potosí, 1993), psicóloga y trabajadora social de profesión con enfoque en área clínica. A edad temprana se interesó por la literatura inglesa e hispanoamericana, en buena medida por la influencia de sus padres. Oscar Wilde, Gabriel García Márquez, Xavier Velasco y Ángeles Mastretta son sus autores predilectos. En julio de 2020 incursiona en el taller de Creación literaria impartido por Alex Reyes, en el que comienza a escribir cuentos. “Perdón y no permiso” es su debut como escritora.