Cuando en la redacción de EL UNIVERSAL nos enteramos poco a poco de la muerte de Pedro “El Perro” Aguayo abundaron los comentarios nostálgicos, los recuerdos. El luchador, el personaje, se fue metiendo poco a poco en la memoria de treintones, cuarentones y mayores gracias a salir prácticamente cada semana en la televisión, en funciones en horarios familiares.

Las botas de piel de perro, “La Estaca”, su movimiento particular, y la marcha de Zacatecas eran símbolos sencillos, fáciles de aprender, de entender y de seguir por multitud de niños.

Había otro que no era propiamente muy infantil.

La sangre era un ritual habitual en sus presentaciones. Ante el asombro y en muchas ocasiones espanto de menores, el chisguete de sangre recorría lonas y el rostro del perro, y el del adversario.

La estructura del combate era a menudo la misma, sobre todo en su etapa técnica: ganaba una primera caía; lo golpeaban, sangraban y masacraban en la segunda, y a la tercera, a fuerza de un segundo aire, de fuerzas que sacaba de quién sabe dónde, daba la vuelta a la lucha y salía victorioso.

Su frente llena de cicatrices, como mapa, era otra de sus características más visibles. Las cicatrices eran producto de los golpes, mordidas y cortadas que a veces, a la menor provocación, salpicaban el carmín de forma estruendosa.

El ritual de la sangre, la fiesta, era otra cosa. Un espectáculo impactante para quienes lo vimos de cerca.

Para un niño de unos seis años ver a sus héroes con capa salir victoriosos es algo normal, casi necesario, me parece. Pero ver a sus luchadores favoritos con las máscaras rasgadas o los rostros ensangrentados puede resultar incluso perturbador.

Recuerdo varias tardes en el Toreo de Cuatro Caminos, en butacas altísimas, viendo las luchas y la sangre, no solo del perro, sino de otros luchadores como El Satánico, Sangre Chicana, Fishman, todos mordiéndose entre sí, sangrando ante los espectadores.

La sangre no deja a nadie indiferente. Algunos espantados, otros extasiados. El resto, atentos a lo que viene, la siguiente maroma, el siguiente golpe. Todos fijos en la sangre, con sus diversas formas de reaccionar.

Con el tiempo esa práctica ha disminuido, pero no se ha ido. En funciones pequeñas, en lugares alejados, y también en algunas funciones estelares y especiales aún es posible ver sangre en combate. Y sigue siendo un espectáculo, un ritual.

Descanse en paz, pues, el Perro Aguayo. Ídolo y leyenda de este ritual que a muchos nos cautivó.

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