El pequeño Luka Modric, de apenas seis años de edad, se enteraba que su abuelo era asesinado por el ejército yugoslavo-serbio. Era el año 1991, Croacia se independizaba de Yugoslavia, aun así el futbol era de las cosas que estaba en su cabeza.
Las mudanzas eran seguidas, no había tiempo de echar raíces, pero Luka y cientos de niños croatas tenían al balón como aliado para olvidar los bombardeos. No era la infancia que un niño debía vivir.
Eran años raros para jugar futbol; sin embargo, Croacia puso de pie a un equipo nacional y días antes de anunciar su independencia, su selección ya jugaba un partido oficial; se medía a Estados Unidos. En 1992, el equipo fue reconocido por FIFA y por la UEFA.
Vinieron actuaciones dignas, como en el Mundial de 1998. Croacia se presentaba ya como una selección seria. Primera ronda discreta. Ganaba a los representativos de Jamaica y Japón, perdiá con Argentina. En eliminación directa comenzó a llamar la atención.
Primero superó a Rumania y después arrasó con Alemania. En semifinales cayó ante Francia (2-1), pero ya habían hecho historia. En el juego por el tercer lugar dieron cuenta de Holanda y su delantero Davor Suker se proclamó campeón de goleo.
Modric comenzaba a destacar. Jugador de poca talla física lucía por entrega. Quería jugar en el Dínamo de Zagreb, pero fue cedido a un club de Bosnia en el cual debutó a los 16 años. Regresó al Dínamo, después se marchó al Tottenham, para llegar a inmortalizarse en el Real Madrid.
Pero queda el recuerdo del abuelo muerto por la guerra, esa a la cual Luka negaba con el balón, ese que hoy lo tiene en las puertas de la final de una Copa Mundial, que para una joven nación vale oro, quizá tanto como su independencia.