El Oscar a mejor película recayó este año, por primera vez, en una producción de habla no inglesa: Parasite ("Parásitos"), un retrato con humor negro de las relaciones entre pobres y ricos en Corea del Sur.
La película es una crítica a las agudas diferencias de clase en una sociedad capitalista y desigual que, sorprendentemente, no es ni el Brasil donde conviven las favelas y las mansiones; ni tampoco el Estados Unidos donde el 1% de la población acumula un quinto de la riqueza del país.
No. La historia de cómo los Kim, una familia que vive en un humilde semisótano, se las ingenian para sacarle dinero a los Park, privilegiados que residen en una casa de diseño, está ambientada en Seúl, la capital de Corea del Sur.
Es decir, una nación que se encuentra entre las 15 economías más grandes del mundo, donde la esperanza de vida está entre las más altas del planeta y casi la mitad de la población tiene educación superior.
Sin embargo, en Parasite, los Kim tienen problemas para encontrar empleo y se buscan la vida con trabajos como doblar cajas de pizzas en su semisótano infestado de insectos.
Pero cuando su hijo consigue el puesto de tutor de inglés de la hija de los Park, los Kim ponen en marcha un complot para conseguir que todos acaben trabajando para aquella familia adinerada que, a diferencia de ellos, puede darse el lujo de vivir sobre tierra, disfrutar de luz solar en casa y subcontratar las tareas domésticas.