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Regresé a Madrid hace algunos días. El aire seguía frío y sobre las calles se alzaba el mismo estruendo de siempre. Nada, nadie, había cambiado demasiado. Por el metro iba y regresaba, arrastrando con desgano mi maleta, perdido a ratos, encontrándome a otros, con una mano tiraba de ella, con otra sostenía un libro. A menudo me preguntan si no sé hacer otra cosa, si como los animales he hecho de la costumbre una forma de vida. No lo sé. “Fui joven aquí. Montaba / en el metro con mi librito / como para protegerme / de este mismo mundo”, escribió Louie Glück en Averno. Yo volvía de otra ciudad, protegiéndome no del mundo, sino del recuerdo. Atrás quedaban momentos flotando en el tiempo. Pero yo estaba en casa: eso debía significar algo. Era el turno de estar a salvo.
Días atrás estaba en Düsseldorf, mirando el descenso de la nieve en el aeropuerto. Frente a mí, el presente con su belleza atroz; frente a él, olas y olas de incertidumbre perdidas en la espiral del deseo. Horas después volé a una ciudad de España que no conocía en absoluto. Fui ignorante en el más alto sentido. No sabía qué la volvía tan emblemática. Desconocía las costumbres, actividades, la cultura, la vida, su desdicha toda. Quise ser ignorante. Me empeñé en ello. Triunfé en el afán. Hay una virtud que ofrece la ignorancia: el pequeño arte de la contemplación. Ninguna mirada escapa al secuestro de las primeras veces. Allí me esperaba alguien, alguien que, sin mucho esfuerzo, me contaría de principio a fin qué belleza ocultaba ese lugar. Y así fue. Recorrimos las calles, bebimos, nos horadó el frío, crucé con miedo, aunque no sin menos coraje, el río Arga, seguí sus pasos y él esperó los míos. Confié. Confió también. Hablamos sobre libros, sobre lo que cada uno estaba escribiendo. Una noche, mientras la oscuridad se vaciaba en la ciudad, lo escuché recitar. Lo escuché hablar de lo que hacía como si tuviese cinco años y acabase de descubrir el mundo. Era ternura: amor elevado a su máxima potencia. Pude haber estado en otra parte. Pude haber estado con alguien más. Pero estaba allí. Nada hacía falta, el mundo estaba entero. Ninguno estaba sucio. A nadie había herido el tiempo. Solo la nostalgia se asomaba por el balcón: pronto tendría que volver a Madrid.
Hoy que miro atrás, veo cómo resplandece el recuerdo, esta criatura viva que crece con la fuerza de un huracán. No es dolor lo que produce, sino nostalgia. Habrá que darle vuelta a la memoria, ver lo que la luz revela: entender la dulzura de lo que ha quedado atrás, el poder de su entereza. Habrá que comprender su atractivo, su férrea convicción, el modo en que hace al pasado posible.
La mañana en que debía volver, él me escribió: “Está nevando. Parece que siempre te vas con la nieve”. Lo leí tarde, antes se asomó mi curiosidad desde el balcón, antes me revolqué en el frío con la misma ternura que me inoculó él durante los últimos días. No hubo despedida, no nos vimos más. El principio se alargó —sigue alargándose— y yo confío. Me salva la ternura, me resguardo en esta confianza. Me vuelvo más humano que nunca.
Ahora es sábado. Corro las cortinas y miro por la ventana. Flota el silencio como si el mundo estuviese amarrado al vacío. No hay nieve, pero mi mente la evoca. La veo. También la siento. Esperar es una forma de resistir. “La vida implica riesgos”, dice Anne Carson, “el amor es uno de ellos”. Y dice también: “Aquí tenéis mi consejo, / aguntad. / Aguantad la belleza”. De modo que aguanto, mientras sostengo en silencio la esperanza del reencuentro. Una esperanza en forma de lágrima, una lágrima que se estira. Si esta es una victoria, es un don no desmoronarse frente a ella.