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En los áridos paisajes del desierto de Wirikuta, donde el sol calcina la arena y el viento arrastra antiguos susurros, persiste una de las leyendas más enigmáticas de la cosmovisión huichola: Tukákame, el devorador de almas.
Este ser, según cuenta la leyenda, mitad humano y mitad ave carroñera, encarna la dualidad entre la vida y la muerte, recordando el vínculo espiritual que los pueblos originarios mantienen con la tierra y el inframundo.
La figura de Tukákame no sólo representa el miedo ancestral a la muerte y la corrupción del cuerpo, sino también la necesidad de mantener el equilibrio entre los mundos visibles e invisibles. Su historia, transmitida de generación en generación, forma parte del vasto acervo mitológico de la Sierra Madre Occidental, especialmente entre las comunidades wixárikas de Nayarit y San Luis Potosí.

El origen oscuro de Tukákame
Según los relatos tradicionales, Tukákame —cuyo nombre significa “el diablo” en lengua huichola— es nieto de Utsa, la Abuela Araña, diosa del inframundo. De ella heredó su naturaleza voraz y su afinidad con la oscuridad. Los mitos cuentan que, en un principio, Tukákame propuso a sus ancestros enterrar a los muertos cerca del Cerro del Quemado, un sitio sagrado donde los huicholes realizan peregrinaciones rituales.
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Sin embargo, su aparente sabiduría ocultaba un propósito macabro: al caer la noche, Tukákame desenterraba los cuerpos recién sepultados para alimentarse de ellos, pero su hambre creció hasta el delirio, llevándolo a devorar incluso a los animales de su propio rancho.
Desde entonces, fue condenado por los dioses a vagar entre los muertos, marcado con una máscara infernal que delata su maldad y su vergüenza.

Símbolos y características del demonio necrófago
Los testimonios recopilados por investigadores del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI) describen a Tukákame como una figura de pesadilla: su cuerpo es negro con rayas blancas, manchado de sangre seca y cubierto de huesos que cuelgan de su cintura como maracas funerarias.
Se dice que posee alas de zopilote o de murciélago, cuernos en la cabeza y un corazón que late como un loro verde, símbolo de su dualidad: la voz que imita la vida, pero proviene de la muerte. En las noches sin luna, su presencia se anuncia con un hedor insoportable y el tintineo de huesos chocando al ritmo del viento.
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Entre los wixárikas, Tukákame es conocido como el “señor del inframundo”, capaz de provocar la demencia y de gobernar a los “pájaros de la muerte”: zopilotes, tecolotes y murciélagos que sobrevuelan el cielo cuando alguien agoniza.
La tradición advierte que sólo el fuego o el agua sagrada del pantano pueden detenerlo.

Wirikuta: el escenario sagrado del mito
El desierto de Wirikuta, ubicado entre San Luis Potosí y Nayarit, es considerado por los huicholes el lugar donde nació el sol. Allí, los dioses dejaron sus huellas en las rocas y las montañas, transformando el paisaje en un mapa espiritual. En este entorno se sitúa el Cerro del Quemado, santuario ancestral donde se dice que Tukákame acecha a los viajeros solitarios y a los enfermos en su último tránsito.
Para el pueblo huichol, cada elemento del entorno tiene vida y propósito. Por ello, la leyenda de Tukákame no se reduce a una historia de terror: es un recordatorio del respeto que debe guardarse hacia los muertos y del equilibrio que sostiene al universo. La carne y el espíritu, la luz y la oscuridad, la tierra y el inframundo, son parte de un mismo ciclo que no puede romperse sin consecuencias.
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Una leyenda que mantiene viva la identidad
La figura de Tukákame es más que un monstruo del imaginario huichol: es una representación de los miedos, enseñanzas y creencias que han sobrevivido por siglos en el centro-norte del país. En cada historia contada al pie del Cerro del Quemado, en cada ceremonia de peyote y en cada canto ritual, la presencia de Tukákame recuerda que las fronteras entre los vivos y los muertos son más delgadas de lo que parecen.
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