¿Habéis hablado ya así? ¿Habéis gritado ya así?

¡Ah, ojalá os hubiese yo oído ya gritar así!

Así hablaba Zaratustra.

Friedrich Nietzsche

TODA TRAGEDIA ES UNA BENDICIÓN, palabras sabias que apenas hasta hoy comprendo.

—¡Hey! ¡¿Alguien me escucha?! —pregunté con la voz temblorosa. Tenía la esperanza de oír algo diferente a mi lenta respiración. Alguien que estuviera pasando por lo mismo que yo.

—¿Frida? —preguntó una voz dolorida.

—¿Mary?

—¡No! Soy Brenda —respondió entre llanto y quejidos.

—Tranquila, Brenda. Estaremos bien. Pronto saldremos de aquí —dije sin saber si eso sucedería. Pero quería creer que sí. En verdad lo consideré.

Esta mañana, cuando me levanté a la misma hora que ayer, antier y todos los días, como lo he venido haciendo desde que me gradué de la escuela de enfermería, nunca creí escuchar a un bombero decir: «Todo colapsará. Solo tengo tiempo de sacar a una.»

¡Maldición! ¡Una! ¡Solo a una!

¿Quién de nosotras sería? ¿Cómo elegirla? ¿Qué vida era más valiosa?

Cinco minutos, cinco minutos que lo cambiaban todo. Que ponen tu vida en tela de juicio. Toda decisión, todo silencio, todo sueño y desacuerdo, todo se vuelve irreverente y una verdadera monserga. ¿Qué importa si el día de ayer decidí no comer lo favorito por guardarme unos centavos, o si discutí con el señor de la gasolinera por ver mis senos mientras me atendía, o si me desvelé estudiando? En este momento en que con dolor respiro el polvo, nada de eso pesa, porque únicamente tengo cinco minutos, o los tiene él para decidir a quién sacará. Veo a mi alrededor y casi todo es oscuridad, salvo pequeñas rejillas de luz que se cuelan por entre los escombros. ¿Cómo salir de aquí? Debí comprarme lo que quería, debí acostarme con quien deseaba, debí propinarle un dulce trompón a ese pervertido, pero el pensar en el mañana nos amordaza y nos ata las manos.

Qué diferente sería todo si solo nos atreviéramos a vivir, si dejáramos atrás los miedos al qué dirán, si no creyéramos en el futuro, aunque entiendo que eso es casi imposible, me hubiera gustado vivir así, un día, uno solo. Uno largo que durara más de cinco minutos.

Toda tragedia puede ser una bendición; un terremoto, una inundación, un incendio o hasta un asalto podría convertirse en lo mejor que haya sucedido, es lo que le escuché decir a mi madre desde que tengo razonamiento. Cada cosa mala que me sucedió de niña siempre tuvo una respuesta lógica, seca y brutalmente dolorosa: «Porque así lo quiso Dios, porque Dios da regalos en envolturas que no nos gustan». Porque Dios esto, porque Dios aquello… ¡Pobre Dios! Lo metemos en tantos problemas. Lo culpamos de todo y nada agradecemos. No lo veo bajar desde el cielo para venir a colocar una roca justo por donde yo camino solo para que tropiece, me levante, llore y aprenda. Pero eso lo pienso hasta ahora, ya que antes, mientras yo lloraba odiando a Dios porque él tenía la culpa de todos mis problemas, mi madre decía: «¡Sin dramas! La vida no es color de rosa, duele. ¡Madura!»

¿¡En serio!? ¡Mierda! Yo solo quería que me sobara la rodilla, me diera un beso y me dijera: sana, sana, colita de rana… pero en lugar de eso, colocaba con especial estrategia una pieza más de la armadura, una que llevaría una carga y un precio muy costoso.

Llegué al hospital seis minutos antes de mi hora de checado. Seis cincuenta y cuatro marcaba el reloj. Algo en verdad, extraño en mí, ya que siempre me descontaban por retardos, pero esta vez algo lo propició: mi sueño había sido ligero, pues el vecino contribuyó con el escape ruidoso de su motocicleta, como si tratara de impresionar a su novia salida de la película de Vaselina. Molesta, me levanté con la única intención de discutir con él y ¡obligarlo a razonar!, pero al asomarme por la ventana, noté escarcha en el vidrio y una terrible niebla que se levantaba, razón por lo que en lugar pelear, decidí arroparme y dormir acompañada de la nostalgia que me regalaba el clima y la soledad. A partir de ese momento, mi sueño fue intermitente. Creí que tenía hambre, bajé y tomé una pieza de pan junto con un vaso de leche tibia. Eso ayudaría, pero la sensación de tener un hueco en el estómago, persistió. Ya en la cama y con el cobertor hasta el cuello, intenté retomar el sueño. Primero tararé, apreté los párpados, hablé un poco con Dios, otro rato con buda y supongo que terminé hablando con el psicólogo que existe en mi cabeza. Esa vocecita molesta que viene incluida en la armadura. También me rodé, me rodé del otro lado, me hice nudo con las cobijas, pataleé, las aventé al suelo, me levanté, las tendí de nuevo y volvió a comenzar el ritual; sentar, rodar, gruñir y acomodar. Nada sirvió. Cuando me di cuenta, faltaban cinco minutos para que sonara la alarma. ¿Para qué calentar la cama si ya estaba despierta? Esa fue la vocecita. Momento de levantarme.

Sí, sería otro día largo en el Hospital Juárez.

Una vez arreglada, toqué en la puerta de la habitación de mamá y abrí.

—¿Má? Má, ya me voy —susurré.

—Que Dios te bendiga —respondió adormilada, intentando ponerse en pie.

—No te levantes, sigue dormida. Solo quería darte las gracias por el desayuno que me dejaste.

—No hay de qué.

Me dio la espalda y se cubrió con el cobertor después de hacerse ovillo.

No sé por qué sonreí, quizá sentí envidia de la oscuridad de su habitación y de cómo se dejaba abrazar por la cama mientras el frío se colaba por la pequeña abertura de la ventana.

Cuando llegué a la pensión donde guardaba mi auto, me di cuenta de que esta vez no tendría que esperar a que la vecina quitara su triciclo estacionado de detrás de mí. Me había ganado otros minutos.

Mientras crecemos, aprendemos a anestesiar todo malestar, lo ocultas con una sonrisa, una buena charla, un buen vino o quizá, en ocasiones, si tienes suerte, con buenos amigos, pero si no, pasas como un ser desapercibido. Vives aprisa sin vivir, el reloj merodea en tu cabeza y su tic-tac marca el ritmo de tus sensaciones. El reloj es al humano lo que la abeja es a la miel, inseparables, simbióticos y dependientes, más no necesarios. Jamás me detuve un momento para pensar si lo que he hecho, valió la pena. Miro a mi alrededor y todos son ajenos, figuras protocolizadas que compiten entre sí desde que la luna le da la bienvenida al sol.

El «buenos días», siempre es recibido por el vecino o el señor de la tienda, también lo reciben y responden las personas de mi trabajo, este lugar cotidiano y aburrido a donde asisto cada día, porque así lo dicta la sociedad. Porque eso es lo correcto, eso es lo normal y es la triste realidad.

¿Qué habría pasado si hubiera decidido no asistir? Si en lugar de levantarme, hubiera encendido el televisor y dicho ¡A la mierda! De ser así, no estaría aquí esperando ser escogida en lugar de Brenda. Tal vez si me hubiese detenido a comprar ese café que tanto se me antojaba, ni siquiera estaría atrapada. Estaría en mi auto viendo todo el desastre ocasionado. Derrumbes aquí y allá, histeria colectiva, gente llorando, ambulancias por todas partes. Por ahorrarme unos pesos es que estoy bajo este techo. Solo una viga lo separa de aplastarme. Una cosa tan flaca y larga me está condenando y salvando la vida al mismo tiempo. ¡Que contraste! Lo que me mantiene con vida, me mantiene atrapada.

¿Cómo estará mamá? Estaba dormida. Tiene el sueño muy pesado. ¿Tendrá hambre? ¡¿Y si se murió?! ¿Y si el edificio cayó y la aplastó? ¿Y si está pidiendo ayuda o llamándome? ¡Dios ayúdame! ¡Sácame de aquí!

De pronto, mi pensamiento se volvió voz.

—¡Tranquila, Frida! Nos van a sacar a las dos —dijo Brenda al escucharme lloriquear.

—¿Qué no lo oíste, Brenda? Solo tiene tiempo para sacar a una. Tú estás más cerca. ¡No quiero morir! ¡No quiero!

Sí, me quebré. ¿Y eso qué? ¡Soy humana! Tengo derecho a estar asustada, a ser egoísta, a pensar en mamá, a pensar… ¡¿Por qué yo?! ¡¿Por qué a mí?!

Cinco minutos habrían hecho la diferencia y no los tomé. Ahí estaban, los tenía y ¡los desprecié! Cinco minutos que harían la vida del bombero más sencilla. Cinco minutos que garantizarían la vida de Brenda, a la que ni siquiera conozco y ahora ruego a Dios que viva, pero no a cambio de mí. Cinco minutos que me duren una eternidad, o lo suficiente para ya no sentir dolor y aceptar lo que viene.

Hoy, diecinueve de septiembre de 1985, estoy a cinco minutos de morir.

Después de mi primera ronda, entré al elevador a las siete con catorce.

Bajé. Iría por el café que tanto paladeaba en mi imaginación. Lo merecía y me lo iba a regalar. Hoy sería el día. Hoy también me vería con él. Con ese hombre al que le he pospuesto cada cita por miedo a no ser suficiente. Tal vez hoy sería ese día en que iba a ser tocada con pasión, que sería vista y deseada. Hoy tomaría un trago y leería un libro. Tal vez después vería una película recostada sobre el sofá, comería en cama sin importarme las migas. Hoy sería el día en que mi madre me desconociera por llevar el cabello suelto y usar maquillaje. Hoy, hoy sería ese día y ya no lo será.

Siete con dieciséis; salí del ascensor. Saludé al guardia, y a Brenda, la recepcionista.

Yo salía cuando entró una mujer con un niño en brazos. Gritaba por auxilio. Dudé. Me regresé.

Siete con diecisiete con cuarenta y nueve segundos… todo se derrumbó. Un terremoto de 8.1 en la escala de Richter sacudió la ciudad de México y miles de personas, como yo, quedamos atrapadas bajos los escombros. Cinco minutos que cambiaron mi destino, destino que estuvo en manos de un bombero, un hombre que, pese al desastre frente a él, jamás me abandonó, pues se quedó hasta que cedí mi lugar, cerré los ojos y entonces dije: toda mi vida valdrá la pena por este momento, si, Brenda vivirá pese a mí.

Sí, valió la pena y siempre sobreviviré en la memoria de ella y de ese bombero que, a partir de hoy, jamás dirán: «hoy podría ser ese día»; Habrá un: «Hoy es el día».

Karina Orozco (Jalisco, 1978), escribe desde los 8 años. Madre de tres hijos. Dio inicio a su formación literaria en la escuela para escritores SOGEM, así como en el espacio de Tejiendo Historias y su consejo editorial, cuya primera publicación saldrá pronto a la venta bajo el nombre Medusas, una antología de cuentos en la que participaron dieciséis escritoras. Asimismo, Alas de Cuervo editorial publicó un cuento de su autoría enmarcado en el género de terror. Ha participado en diversos talleres bajo la tutela de varias autoras coordinados por Álex Reyes.

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