Su mente divagaba. Tampoco podía concentrarse en lo que sus padres decían. Fuera de la casa, en los establos, los caballos relinchaban y pateaban la cerca hasta echarla abajo. Se acercaba una tormenta, una tormenta turbia, sórdida, una tormenta que poseía la misma fuerza con la que intentaba aferrarse a este mundo, mientras que la madre lloraba y el padre sostenía sus manos, tratando de calmarla, sin decir una palabra.
—Tal vez está con su novio.
—Ya la buscamos en esa casa, Lucía. No estaba allí.
Tragó con dificultad. Había cosas que solo ella y su hermana sabían. Ocultar parte de su vida a sus padres las hacía cómplices, las unía. No era un buen momento para confesar los pecados que las acompañaban, mucho menos en un pueblo tan chico como ese. Solo querían divertirse, solo querían crear algo en este pueblo que fuese para ellas. Esa noche habían llevado las cosas que pertenecían a sus padres cuando eran más jóvenes, cuando ellos también trataban de crear algo para escapar, para que su mente los trasladase a otro lado más allá del pueblo que los había condenado a permanecer en sus tierras.
—Llevamos la ouija del papá de Erica a la piedra grande que está en medio del bosque, cerca del río.
—¿En serio, Lucía? —su madre se aferró al crucifijo que colgaba en su cuello.
Asintió aún con parte de los recuerdos de esa noche flotando vívidamente en su cabeza, aún con el olor del vodka y el tequila en sus fosas nasales, con la marihuana de Héctor impregnada en la ropa. Cerraba los ojos tratando de concentrarse para recuperar lo perdido, recuperar todos los recuerdos de esa noche. A partir de las 12 am decidieron que el alcohol los ayudaría a seguir con todo, a las 2 am seguían bebiendo, pero ahora todos sentados en un círculo con la ouija en medio. A las tres de la mañana la situación dio un vuelco, a esa hora su mente quedó nublada y lo único que podría recordar después serían los gritos, plegarias y súplicas de perdón. Sonidos que no aclaraban la situación en la que se encontraba, las imágenes seguían difusas, sombrías y poseían una densa capa de neblina.
—Vete a lavar antes de que Oscar venga a interrogarte. Dale la ropa a tu madre y recuerda, Lucía, tú estabas aquí, tu hermana fue la única que salió a esa fiesta.
¿Por qué la mentira, por qué renunciar a la verdad? En su mente cruzaron miles de posibilidades. Poco a poco los recuerdos se diluían. A pesar de todo, de lo que la rodeaba, Lucía se sentía lejana, fuera de ella misma, como si algo más le controlara el cuerpo y la mente. Se aferraba a la idea de que todo saldría bien, de que todo había sido un simple juego, quería divertirse, quería hacerles saber a los demás jóvenes del pueblo que no todo estaba perdido y que podían hacer de ese lugar algo más que una prisión. Hasta ese momento lo único real que había experimentado como adulta era la noche en el bosque, el momento cumbre de su vida. Entró al cuarto de baño para lavarse, quitarse las manchas de sangre de los muslos, pecho y piernas, no tenía tiempo para meterse a la bañera, así que solo mojó la playera que traía puesta para no ensuciar la toalla. Talló con fuerza, el olor a óxido se despedía de todos lados, óxido y tierra mojada.
—Oscar llegará pronto, hija —dijo su madre.
—Ya voy, mamá, solo me faltan los muslos.
Su madre suspiró y volvió a tocar el crucifijo, comenzó a rezar y Lucía podía escucharla a través de la puerta del baño, como si aquello pudiera salvarla, aferrándose a su religión, pidiendo inconscientemente que alguna fuerza celestial le ayudase a salvar a su familia. Mientras su madre rezaba y ella se tallaba los muslos, cerró los ojos en busca de alguna respuesta sobre aquella madrugada, sobre la fatalidad. No recordaba del todo bien, lo único que le parecía claro era el camino del sendero al establo de su familia. Iba hablando con Irene. No sabía en qué momento había desaparecido. De a poco se fue formando un hueco en su corazón.
—Está pasando de nuevo, Manuel.
—Isabel, no digas eso.
—Es la verdad, es justamente lo que me pasó a mí esa noche, la noche en que hicimos ese maldito ritual cerca del río. Quiere llevarse a nuestras hijas.
—¡Basta! No se llevará a nadie. Lo que dices es una completa locura.
Isabel solo movió la cabeza con los recuerdos frescos de aquella noche de verano, la sangre, la piedra, la daga y el ruido del agua viajando por el río. Los gritos de Manuel cuando llegó a su casa, el enojo que despedían cada una de sus palabras. Había expuesto su vida y la de su hermana menor sin razón alguna; recordaba el olor a oxido y putrefacción que despedía cada centímetro de su cuerpo, los días posteriores fueron una locura, voces en su cabeza y el paradero desconocido de su hermana, fue el sometimiento ante la inevitable pérdida.
—Adelante, Oscar. ¿Qué pasó?
—Creo que ya lo sabes, Manuel.
—¿Es sobre la fiesta?
—Sí —el oficial miró por la casa—, ¿están tus hijas?
—Solo Lucía. Irene aún no regresa, fue a aquella fiesta, pero dijo que se quedaría en casa de su novio, ya sabes cómo son ahora las muchachitas de diecisiete.
—No tengo hijos, Manuel. No podría tener hijos después de todo lo que ha pasado en este infierno.
—Le hablaré a Lucía.
Isabel subió con rapidez y Lucía ya estaba en su recamara, sentada en el borde de la cama con la mirada fija en un punto de la pared.
—¿Lucía?
—Lucía no está aquí.
Isabel tragó con dificultad, sabía que esto pasaría. Estaban condenados, seguramente Irene yacía muerta en el río con la panza abierta y los intestinos afuera, con la piel gris como su hermana, cerró los ojos ante el reconocimiento, ante el olor fétido que despedía cada centímetro de la recamara de Lucía. Tocó la frente de ella y estaba caliente, tenía fiebre, estaba completamente fuera de sí.
—¿Qué mierda quieres?
—Lo mismo que te dije esa noche: todo.
Isabel bajó con el corazón en la garganta, sintió que cada fibra de su ser le dolía, era agonizante, ella lo sabía, lo había visto esa noche, ese ser le había advertido y no hizo caso, se dejó llevar por Manuel y su anhelo sobre tener una familia, pero cuando nació Irene supo que todo se resumiría a su supervivencia, pero había cometido el error de confiar en su devoción, sintió que si dejaba todo en manos de Dios como lo habían hecho antes todo estaría bien.
—Están muertos, Manuel.
—¿De qué hablas mujer?
—Todos.
Oscar miró a ambos, subió rápidamente a la habitación de Lucía y la encontró vistiéndose.
—Hija, tienes que venir conmigo a la estación.
—No sé qué pretende buscar, oficial. Todos están muertos en el bosque y mi hermana está en el río. Ahogada en los pecados de mis padres, ellos nos condenaron, ellos deberían pagar.
—¿Quiénes están muertos, Lucía? —Oscar preguntó con incertidumbre, anhelando que todo fuese una broma de mal gusto, eran jóvenes, les gustaba jugar al límite, pero al ver los ojos de Lucía, los ojos negros y la sonrisa burlona adornándole el rostro, se le volcó el estómago.
—Los hijos de los chicos que hicieron ese ritual en el bosque hace veinticuatro años, Oscar. Los tuyos estarían ahí si los hubieses tenido, pero me escuchaste, fuiste el único de los seis que sobrevivió esa noche que me escuchó. Ahora no tendrás que velar a tus hijos.
Isabel y Manuel estaban en el marco de la puerta. Isabel cayó de rodillas, aferrándose a su crucifijo, aferrándose a la vida, sintió que todo se le salía de las manos. Manuel se acercó a su hija, la miró y cuando ella sonrió su mano se estrelló contra su mejilla, derribándola.
—¡Manuel! —Oscar gritó y corrió a proteger a la chica.
—¿Por qué dirías eso, Lucía? —su padre poseía un color rojizo en el rostro, enojo y confusión era lo único que emanaba de él.
Cada uno de los recuerdos regresaba a Lucía, iluminando esa madrugada, cerró los ojos, como si disfrutara todo de nuevo. Los gritos y las súplicas eran de sus amigos, cada uno de los sonidos regresó a ella, las aves y las copas de los árboles meciéndose sobre la escena, el olor a tierra mojada y pino que se mezcló con el olor a óxido que emana la sangre, el lodo con el que se manchó y las salpicaduras irregulares de sangre que cubrían su cuerpo. La imagen vivida de la forma en que el cuchillo se hundió en la piel de cada uno de ellos, la facilidad con la que cortó la piel y el músculo, el sudor que se derramaba por su frente cuando trató de cortar el hueso, el olor de la caja torácica cuando la abría, y el estómago, ese olor fétido que emanaba cuando los intestinos sobresalían, todo regresó a ella, cada recuerdo de esa madrugada.
—Porque yo los mate, papá. Yo mate a Irene, y a Héctor, y a Erica, y a Juan y a María. Yo con el cuchillo que usa el papá de Héctor para cortar el hueso de la carne de res que vende en el mercado.
—Estás detenida, Lucía. Vamos a la estación —esposó sus manos detrás de su espalda mientras miraba a Isabel llorar en medio del pasillo.
—Lo pudiste evitar, mamá.
Lo último lo dijo mientras salía, solo con el camisón blanco que usaba de pijama, con una sonrisa en su rostro, deformando su apariencia. Isabel pensaba que estaba poseída y Manuel pensó en todos los indicios de locura que Lucía dejaba ver desde pequeña, con la muerte de los perros, los que había envenenado, los golpes a los caballos, tener sexo con Héctor en la oficina de la iglesia cuando apenas tenía quince años, con el odio hacia Irene por ser la más pequeña, por la “inocencia” que aún poseía y que ella nunca recuperaría, porque desde su nacimiento estaba maldita. Locura. Eso pensaba su padre, nada más que eso. Isabel por su parte juraba que aquello era la cuota de aquella noche. Ninguno de los dos se equivocaba, todo se había acordado así para salir al pie de la letra. Destino, diría Lucía. Se había dejado llevar por su destino por lo irrevocable que resultara su vida.
Frida Vargas (Ciudad de México, 2000) estudia Letras Hispánicas en la Universidad Autónoma Metropolitana. Comenzó a escribir narrativa breve en 2020, enfocada principalmente en el género de terror. Ha publicado dos de ellos :“Bosque siniestro” y “Betty, espectro del ayer” en la revista digital independiente 135 MAG. Participó en las dos ediciones del taller de novela Doble Perséfone y en el taller semestral de Creación Literaria de Álex Reyes. “El Ritual” es su debut como escritora en territorio nacional.