Flotaban, dormidas. Eran un cardumen de bolsas de plástico que se dejaba mecer por algún columpio invisible, hasta que venía el impulso —chispa de electricidad— y cada una se movía con voluntad. Nadando en luz azul, girando lento como cerebros sin casa. Me recordaron a los adultos, que solían moverse a mi alrededor haciendo todo lo posible por ignorarme. A esas alturas ya sabía que tanto las uñas humanas como los tentáculos de las medusas podían quemar. Por eso no estiré la mano hacia la pecera, adivinando que estar siempre quieto era también ser invisible.

Esa fue la segunda vez que las vi. Ya traía las manos bien metidas en los bolsillos y los dedos punzantes enfundados en una docena de curitas de Bob Esponja, porque la primera vez en el mar fue cuando descubrí que quemaban. Entonces, con la excusa de que mis goggles se habían rayado, y no distinguía arriba de abajo ni nada de nada, pataleé hasta tocar el fondo. Luego di una marometa (bajo el agua siempre suenan a granizo cayendo de pronto), y el dedo gordo de mi pie se rajó al tocar una roca escondida bajo las cortinas de arena, aunque en ese momento no lo sentí. Agité las manos para mover esa niebla amarilla y parpadeé, parpadeé. Finalmente sentí una caricia sobre la piel, como si alguien soplara burbujas chiquitas sobre mi nuca quemada por el sol.

Lo supe entonces: eran cerebros libres porque no tenían casa, pensamientos libres porque no tenían de qué preocuparse. Entonces se me ocurrió la palabra: sonámbulas. Justo como yo, que todavía me levantaba durante las noches queriendo ir al cuarto de mis papás, para descubrir que debajo de la sábana se me colaba la brisa helada del aire acondicionado del hotel, donde todo siempre olía a moho, cloro y saliva, y que papá roncaba a mi lado, con los pies colgando fuera de la cama. Sí, ellas eran sonámbulas. Ahora que, como cualquier cosa sonámbula, también podían morder (esto papá ya lo sabía muy bien). Esa vez me tocó a mí en vez de a él, porque en lugar de ver los tentáculos los sentí en la punta de los dedos, en los lóbulos de las orejas, subiendo como algas a través de mi espalda.

Las burbujas eran púrpuras porque arriba atardecía, y las medusas realmente eran aguamalas porque ni siquiera preguntaron antes de picarme. Luego vinieron más burbujas, la lengua que sabía a sal, y una boca que se había vuelto pecera. Entonces resultó que ahogarse no era como dar volteretas entre nubes: era recordar los gritos de papá.

Estás pendejo o qué, gritó él, después, mientras me echaba sobre su hombro como costal y comenzaba a marchar como militar hacia la orilla. Yo estaba vomitando agua, talones hacia el cielo, cabeza recién rapada ardiendo, cuando vi que los goggles estaban a la deriva y ya se los tragaba la marea. Se veía como copa de vino derramada, el mar. Pero no dije nada y papá no los recogió. No creo que lo hubiera hecho.

No dije ni mu durante los días siguientes. No dije ni mu cuando papá bloqueó el teléfono de mamá, que marcaba a todas horas, haciendo vibrar las sábanas sudadas de cada nuevo hotel. No dije ni mu cuando papá cambió de celular y tiró el viejo a través de la ventanilla del auto, para después pisar el pedal y acelerar.

Las carreteras eran largas. La radio se había descompuesto, pero de pronto chisporroteaba traviesa y dejaba salir algo de estática, la cual se colaba como comezón debajo de mis shorts. Era incómodo, así que intentaba distraerme viendo las líneas blancas del pavimento y pensando en por qué mamá no quiso venir a esta vacación, pensando en que los días quemaban como recuerdo de los tentáculos y en que la lengua se me quedaba pegada a las paletitas de limón y papá se ajustaba cada minuto los lentes de sol y los postes con cables de luz eran todos gigantes, todos primos entre sí. Además, yo me ponía a gritar y patalear, azotando las manos contra el vidrio, si no pasábamos cada pocos días a un nuevo acuario.

Allí aprendía, gracias a los letreros y folletos (porque papá siempre le respondía feo a todos los guías), nuevas palabras como bioluminiscente, gelatinoso, asexual, subumbrela y toxicidad, velo, manubrio y gónada, pero, sobre todo, lágrima de mar. Así les llamaban a las medusas las personas de quién sabe qué playa, quién sabe de qué estado. Quién sabe. Pero mientras papá manejaba a lo loco, con el oleaje del Golfo de México bramando siempre por su lado derecho, ya sin pestañas porque el viento se las había volado todas, asumí que terminaríamos llegando allí. A donde sea que a las medusas les dicen lágrimas de mar.

Eran muchas copas de vino, el mar. Y es que yo sé muy bien cómo se extienden esas heridas rojizas sobre los manteles y tapetes, sobre los brazos de niños que no se quedan quietos. Sí, mamá me enseñó a ser invisible, con tal de no acabar pintado con ese frío púrpura de pies a cabeza.

El mar. La brisa que dejaba llagas en las mejillas y las verdaderas llagas en mis dedos. Gaviotas cabizbajas. Vi todo esto hasta que llegamos, otra vez, a un acuario nuevo, y avanzamos zancada a zancada hasta quedar frente al tanque.

Son cerebros libres porque no tienen casa, justo como nosotros, le susurré a papá, obedeciendo esta nueva costumbre de hablar como si acabáramos de entrar a una catedral, y de hecho esperé un segundo a que me respondiera. En cuanto me di la vuelta, descubrí que el agarre que siempre tenía sobre mi hombro derecho había desaparecido.

Mamá no nos va a alcanzar en este viaje, chamaco. Quizá algún día, mientras vayamos sobre la carretera, la verás apoyada sobre algún malecón. Pero por lo mientras, shhh. Sobé mi hombro, sintiéndolo frío. No estaba habituado a estar lejos de esa mano roja. Miré de nuevo la pecera. Sonámbulas, inmortales, sin cerebro. Sin sueño, sin vida y sin miedo, así son ellas. Las bañaba una luz doradita primero, color a jugo de manzana, pero luego el foco cambiaba y se ponían moradas, rosas, verdes, azules. Azul como el mar que nunca se movía por más que el carro avanzara, eructando humo por el escape, perseguido por quién sabe qué.

Dormir es como nadar, pensé entonces, dan ganas de dejar de respirar; apretarse la nariz para que ya no salgan burbujas. Aquella vez fingí que confundía la arena con el cielo, y pienso que quizá pude haberle confesado esta mentira a mamá. Aunque probablemente yo habría acabado púrpura, derramado sobre el suelo.

Por lo mientras, shhh. Vino el ciclo de la pecera de nuevo: las medusas se apretaban y luego liberaban, una y otra vez, como un puño invisible (más bien translúcido, decidí, yo ya había aprendido esta palabra), y ellas me seguían ignorando. Lo seguirían haciendo.

Dorado, morado, rosa, verde. Inspira hondo antes de saltar al mar.

Todo bañado por la luz azul, cerré los ojos y eché a caminar. Sabía que mi papá me estaría dando la espalda, atento a las luces de otras peceras.

Sobre la autora

Alicia Maya Mares (Ciudad de México, 1996) creció en la sombra de un duraznero que ya se marchitó. Tiene un Máster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra, y es comunicóloga de profesión y correctora de estilo en formación. Ha publicado en la sección “Piensa Joven” del Heraldo de México, en las revistas digitales Colofón, Marabunta y Efecto Antabus, y tiene una columna tanto en revista Palabrerías como en revista Penumbria, que lee a sus seis gatos. Fue parte de la residencia de escritores UTV (Under the Volcano) en 2022, mismo año que publicó su primera novela, Cautivo de Sombras, de mano del sello Plaza y Valdés.

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