La escritora mexicana, Victoria Dana, presenta “Obsesiones”, en exclusiva para EL UNIVERSAL San Luis Potosí, un cuento insólito y sutil sobre las marcas en la piel de una mujer que muestra poco a poco el mapa de su cuerpo. Con un lenguaje pulcro y una historia sólida y atrayente, Dana sorprende como lo ha hecho en sus dos antiguas novelas: dándole un golpe súbito al lector. Un cuento tejido con delicadeza que sorprende por su destreza y arrojo.

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El primer corte apareció en la mano izquierda, justo donde empieza la muñeca: una incisión superficial muy pequeña, así que no le dio mayor importancia.

Al día siguiente notó una muy similar en la muñeca derecha y pensó que se había rasgado con la pulsera. Al tercer día la pequeña cortada tuvo lugar en su dedo índice. Solo la sentía cuando apretaba alguna cosa, como un cuchillo o su aguja de tejer.

Era jueves por la mañana cuando se percató de la presencia de una nueva incisión, ahora en su brazo izquierdo. No tenía sentido. Por más que trataba de recordar con qué podría haberse lastimado, no encontraba ninguna explicación lógica.

El viernes, el corte apareció en su mejilla derecha; el sábado, en la izquierda; y el domingo, cuando notó la hendidura en su ombligo, dejó de preguntarse qué pudo haber causado la pequeña herida y el terror penetró en su cuerpo como cordón umbilical. Esta vez lo comentó con el marido. El hombre reaccionó espantado, ante la posibilidad de que le hubieran dado una mujer defectuosa.

—Tendrás que ir al médico.

Mientras le daban  cita con el galeno, aparecieron nuevas marcas en diferentes partes de su cuerpo: el brazo derecho, debajo de la nariz, en la oreja izquierda y una de mayor tamaño en la frente, la que por suerte podía disimularse con el flequillo.

—¿Alguna vez le diagnosticaron sonambulismo? —preguntó el médico, mientras revisaba la diminuta incisión en el pezón.

—¿Usted piensa que estoy loca? ¿Que yo me provoco esto?

A medida que pasaron los días, aumentaron las heridas. En su primer aniversario de bodas llevaba sus grietas con orgullo, como un tatuaje, aunque  habían crecido demasiado. Algunas se habían infectado como las de los párpados, así que constantemente tenía que embarrarse de pomadas antimicóticas, que le dejaban la piel grasosa.

Con motivo del primer aniversario, pensaron celebrar en una playa, pero el sol la dañaría definitivamente; además, mostrarse en traje de baño no le parecía una buena opción.  A pesar de todo, disfrutaba de sus heridas. Cada una de ellas le recordaba una vivencia: los días de su vida  cobraban una importancia indeleble.

En el segundo aniversario de bodas anunció su embarazo, el que a pesar de todas las molestias, llevaba con orgullo. En el paisaje de su vientre las hendiduras finas, siempre rectas, de corte perfecto, se conjuntaron con las estrías: fisuras naturales que aparecieron a medida que su piel se estiraba.

Lo que en principio pareció insólito y luego atemorizante, se volvió una costumbre. Sabía que a la mañana siguiente del día anterior, asomaría la nueva marca en su cuerpo, como  impronta íntima. Surgieron también en sus partes más recónditas, donde nadie las vería, aunque eran aún más dolorosas.

Le pidió al ginecólogo que practicara una cesárea. Al menos tendría una rajada con un motivo lógico. El bebé nació perfecto, a pesar de que ella, en cambio, se veía más marcada que nunca. Lloró después del parto, pero el llanto le ajó el rostro todavía más. Intentó darle el pecho, lo que después de unos días resultó imposible. Las heridas se acumulaban y el recién nacido sorbía de su sangre.

Al paso del tiempo algunas lesiones comenzaron a cicatrizar, pero no con la rapidez con que aparecían las nuevas. Así es la vida —pensó— accidentada, como el mapa de mi cuerpo.

Su hijo crecía, se alejaba y se acercaba a ella con la fascinación del horror. Ninguna mamá iba por la vida marcada como ella. Optó por verlo crecer de lejos y sonreírle, aunque doliera el movimiento de sus labios.

El día de su décimo aniversario de bodas, se negó a celebrar. Decidió encerrarse definitivamente para que nadie sufriera el tormento de su presencia. Sólo el pequeño la reclamó unos días. Después se acostumbró a su ausencia y a la bella mujer de piel intacta que hacía las veces de nana y de amante en turno.

De pronto su situación no pareció tan complicada. Un corte más profundo y preciso acabaría con todo. Saldría de la habitación en medio de la noche a buscar el cuchillo filoso que se utilizaba para cortar el exceso de grasa y pellejos en la carne. Ahora lo usaría en la suya. precisamente donde todo comenzó: en la muñeca de la mano izquierda y ¿por qué no? Otro corte muy profundo en la muñeca de la mano derecha. Vería, en silencio, brotar la sangre hasta desvanecerse y morir.

A pesar de tener el sueño pesado, logró despabilarse gracias a la vibración del celular que, por descuido, había dejado debajo de su almohada.

Estaba a punto de salir de la cama cuando lo vio. Se mantuvo inmóvil. El rostro del esposo, su respiración cercana, el calor de su cuerpo, su mano que sostiene la filosa navaja  provocando la mínima incisión que nadie, ni siquiera ella, notaría.

Semblanza 

Victoria Dana es hija de inmigrantes sirios, nacida en la Ciudad de México. Su interés por las letras nació desde que era muy pequeña, cuando se nutrió de todas las lecturas que caían en sus manos. Es licenciada en ciencias de la comunicación social por la Universidad Anáhuac. Tuvo la suerte de conocer y estudiar teatro con el maestro Hugo Argüelles, cuyos conocimientos la han acompañado hasta ahora. Forma parte del taller literario del doctor Miguel Cossío Woodward, quien ha trabajado con toda una generación de escritores mexicanos contemporáneos. En 2012 incursionó por primera vez en la narrativa de ficción, y así fue como nació su primera novela, Las palabras perdidas. A donde tú vayas, iré es su segunda novela, con la cual trata de demostrar que sólo desentrañando los secretos del pasado podemos enfrentar el presente. Victoria es esposa, madre y feliz abuela.

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