La escritora mexicana, Esperanza Morelos, presenta en exclusiva para Psicosis”, un relato agudo sobre la maternidad no deseada y los riesgos mentales que pueden originarse tras convertirse en madre en un núcleo familiar nada favorable.

Esa mañana, escribió el cuento final para la antología que le había llevado meses preparar. El tema se ocupaba de la perversidad femenina. Luego de acabar se, arrellanó en su sillón favorito, de espaldas a la puerta  dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el rostro y la cabeza del bebé, como si este solo durmiera, mientras desaparecía en medio del terciopelo verde. Recordó tantos sucesos e ideas que tenía antes de casarse, incluso de que se embarazara. Había renunciado a tener hijos, lo que ahora en ese momento doloroso se reprochaba, así como no haberlo amado y deseado como cualquier otra madre lo haría.

Siempre quiso casarse, aunque no tener hijos. Sin embargo, el marido y su familia que la rodeaba la incitaba a que tuviera el bebé con argumentos que rayaban en lo absurdo: “¡¿Quién cuidará de ti cuando seas anciana?!” o  “Ya no dejarás descendencia tuya. Eso es una maldición”.

Pero, sobre todo, decidió embarazarse porque a su marido le gustaba jugar con los niños, hacía las compras de la casa, repostería con frecuencia para agradar uno que otro antojo de ella y notaba cómo todavía no perdía a su niño interior, por todos esos detalles sabía que él sería mejor padre de lo que ella pudiera ser una buena madre.

Planearon la llegada de bebé. Acudieron con una ginecóloga para que planificaran el embarazo. A los tres meses quedó embarazada, dejó de sangrar, como lo esperó, se hizo la prueba que confirmó sus sospechas. Al darle la noticia a su esposo él se emocionó tanto que la cargó y le dio vueltas, ella no sentía la misma emoción. Él repetía algunas veces:

—Claro que te va a gustar ser madre, he visto cómo cuidas a tus sobrinos. Tienes ese instinto maternal.

Sin embargo, ella no podía manifestar las mismas emociones que él y terminó ahogada por el remordimiento.

La primera vez que sintió dentro de ella al engendro se llenó de emociones, lo imaginaba moverse como un pequeño pez en el agua; le sorprendía cómo antes la idea de la maternidad le parecía un mito, el mito que la orillaba a no querer hijos. Y ahora, le resultaba dulce y agradable estar embazada, lo disfrutó mucho los primeros meses, luego el último se llenó de ideas y presentimientos pesimistas.

 

El día del nacimiento se sintió feliz, ella sonreía todo el tiempo, sin embargo a la semana se sintió cansada la mayor parte del día. Le dolió la herida que había dejado la cesaría y le irritaba el llanto de la criatura. Los sentimientos hacia su bebé la hacían sentir culpable. Quienes iban a verla le decía que la notaban demacrada y cansada. Pasaron dos semanas más y ella seguía con los mismos síntomas. No le pareció normal ni a ella ni al marido, por lo que, después de ir al doctor, tomó los medicamentos que le había recetado para sus síntomas.

A los tres días pareció que las molestias acabaron, aunque solo se aminoraron. Como se sintió mejor, empezó a trabajar el tiempo que pudo en la antología que preparó por más de un año. Se desveló más de lo necesario, había días que no dormía y comía poco. Adelgazó demasiado. Los padecimientos anteriores regresaron, trató de ignorarlos con el trabajo y la lectura, pero los llantos del bebé la irritaban cada día un poco más al grado de sentir impulsos violentos hacía él que no consumaba.

Un día, mientras lloraba, quiso meterlo al horno y prenderle fuego, y parecidas ideas de espanto le venían a la cabeza, tales que en su sano juicio jamás pensaría, incluso, en una ocasión intento ahogar al bebé mientras lo bañaba, luego reaccionó, volvió en sí y le llamó a su madre, le dijo que tenía mucho miedo, que quería que fuera a verla. Sin embargo, la abuela nunca llegó.

 

Esa mañana, se levantó muy temprano, antes que su marido, como cada día para darle el desayuno mientras el marido le daba de comer al bebé. Para después ella ponerse a escribir en la computadora ese último cuento, antes de que su niño despertara. Esta ocasión no fue la acepción. Antes de irse el dulce padre, la despidió con un beso en la frente, que ella recibió mientras escribía. Le dijo que el bebé dormía y que ya había tomado su biberón. Más tarde, sin embargo, el bebé lloró con desmedida, y ella  se levantó para acallar el ruido y que no siguiera perturbando su escritura.

Regresó al escritorio para terminar el cuento. Narraba cómo la protagonista asesinaba a su hijo, ya que no soportaba su llanto. Describía cómo lo ahogaba lentamente con la almohada hasta dejar de sentir su respiración. Al terminarlo, vio el reloj. Ya eran las once de la mañana. Se le había pasado el tiempo muy rápido escribiendo. “¿Cómo puede ser?”, se preguntó. Por lo regular escribía de siente a diez de la mañana, luego ella se disponía a atender al bebé, hasta medio día y hacer algunas labores domésticas, para después de comer volver a escribir.

Ese día no fue así, cuando se paró de la silla, fue corriendo a ver al niño a la cuna. Ya no respiraba y tenía los labios morados. Lo cargó, le dio primeros auxilios que había aprendido hace tiempo en un curso en línea, pero él no volvía. No entendía la situación que estaba viviendo. Si hubiera sido por ella, nunca hubiera tenido hijos, pero su marido insistió, ella lo amaba y al final también adoró al niño. Levantó al bebé  y se arrellanó en ese sillón de terciopelo verde. Luego sintió que, a punto de estallar su cabeza, descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, donde un día disfruto de grandes lecturas. Uno y mil pensamientos pasaron en su mente sobre lo que le fuera a decir su marido mientras besaba y abrazaba al bebé absorbiendo el calor que le quedaba al pequeño cuerpo.

 

Desde el periférico que lo llevaba a su casa, entre los árboles y los setos, pasaba por una alameda hasta que sintió un presentimiento, algo que le hacía un hueco en el corazón. Estacionó el carro en la entrada del porche. Mientras subió los escalones de la entrada principal, su corazón le empezó a palpitar más fuerte, a tal grado que sintió que las venas le iban a explotar, no había nadie ni en el recibidor ni en el comedor. Entró a su habitación y luego al estudio. Vi entonces l a luz de los ventanales que le daba en el rostro, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza de su esposa en el sillón, la mano de ella acariciando el rostro del bebé.

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