El escritor argentino, Francisco Rapalo, presenta en exclusiva para EL UNIVERSAL San Luis Potosí “Sangran los árboles en esta parte del monte”, un cuento inédito sobre la imposibilidad de la hermandad en un universo femenino. Un relato pulsátil escrito con gran maestría y que fascina por el lenguaje.
(…) cuando sangras frente a un espejo
te reconcilias con la sangre
LAURA GARCÍA DEL CASTAÑO
Antes de que la mami quedara embarazada, andaba siempre atrás mío. Me escuchaba jugar a las muñecas mientras preparaba la comida, baldeaba el piso o miraba la telenovela, y si hacía silencio, ella llamaba: Almendra, ¿todo bien?
Sí, mami, respondía yo, alegre.
De noche no me podía dormir porque unas ramas se golpeaban contra la ventana y formaban una sombra de mano en la pared, justo encima de mí. La mami me traía ese té de hierbas, una agüita sucia con el nudo de pastos al fondo, me calmaba los nervios. Se sentaba en la punta de la cama a sobarme los pies. A veces no me quería dormir para mirar el pelo lacio de la mami brillando en la oscuridad como el lomo de un perro guardián.
Así era antes. Pero esa siesta de mi cumple de siete, con la torta amarilla todavía en la mesa y los tíos alrededor, me preguntó si prefería tener una hermanita o un hermanito, y aunque le dije que ninguno y todos se rieron, al tiempo la mami empezó a decir en voz alta, de la nada, nombres de varón. Engordó y la ropa ya no le quedaba. Se ponía vestidos anchos en vez de pantalones y se pasaba el día en la pieza. Por el calor, se cortó el pelo hasta la nuca, como un señor. Se le dibujó una línea negra en la panza; el pupo le saltó hacia fuera como un tercer ojo. Las manos y las piernas se le pusieron gigantes.
El vientre era una bombucha caliente, daban ganas de darle un mordisco y explotársela. Dejala en paz, nena, me decían. Con el tiempo, la mami ya no me preguntó más si estaba todo bien cuando hacía silencio; durante las noches me la tenía que aguantar con la mano a punto de atraparme: Las nenas grandes duermen solas, me decían. Yo me largaba a llorar y ellos me encerraban porque, según el papi, le hacía doler la cabeza al bebé. Entonces yo lloraba más fuerte.
Una tarde se levantó acalorada a tomar agua. Se abanicaba con un rollo de servilletas mirando afuera cuando me prendí de su espalda. Ella me clavó el codo, giró, abrió grande los ojos. Miraba al piso. Se estaba haciendo pis, un chorro grueso le bajaba entre las piernas, como a las vacas.
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Llamá a Nélida y ándate, me ordenó, con un ladrido en la voz.
La abuela entró y frunció la cara. Anda lejos, vos, me dijo. La mami se agarró la panza como si se le fuera a caer. Le habló en voz bajita al bebé. Sonreía de pronto. Le cantó dulce, y a mí se me afilaron los dientes.
La escuché cambiarse la bombacha a través de la puerta de su pieza y el papi apareció agitado con la ropa sucia del campo, entró y la cargó en brazos. Ella se reía a carcajadas.
Salieron sin decirme nada. Me sostuve de la puerta de entrada y rasguñé la madera hasta sacarle astillas. Vi la camioneta alejándose por la curva, rodeando el monte. Unas nubes negras se nos venían encima desde el fondo.
Nena, llamó la abuela, echada contra la pared, los pies descalzos en el suelo. Se había tropezado con el mosaico quebrado del pasillo y el papi le había inventado una muleta con los restos de una silla.
Alcánzame.
¿Cuándo vuelven? ¿Van a tardar mucho?
Tu papá seguro mañana. Raquel, no sé. Dame.
Pude verle la axila negra cuando se paró y la clavó en la goma espuma. Se quejó y avanzó con la cabeza caída. La seguí.
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¿Esta noche dónde duermen?, pregunté, pero la abuela no me prestaba atención, sacudía la cabeza, enojada por el enchastre de la cocina. El piso estaba regado de una clara trasparente y brillante. Olía a paja fresca, a los terneros, a establo. La abuela fue dando saltitos al patio de luz, chapoteando en la baba esa. Volvió con el estropajo.
Vos ayúdame con un trapo, dijo, y empezó a fregar el piso.
Tuve que caminar sobre el pis de la mami para buscar un repasador. Me agaché y me miré reflejada en el líquido. ¿Yo le había hecho mal? No, el bebé. Se había apurado en salir.
Adentro mío sentí el aullido de las motosierras cuando es época de desmonte. Esto era culpa del Gonzalito. Así se iba a llamar, igual que el papi.
¿Por qué mi nombre no era Raquel? Lo hubiese lucido como un colgante verde en el cuello. En la escuela, las maestras me hubieran llamado Raquelcita. Repartí las fotocopias, por favor, Raquelcita. En cambio, la mami me puso Almendra por la protagonista de una telenovela que nunca vi. ¿Era linda?, le pregunté una vez. La mami, recuerdo, apretó la boca y respondió: Linda, no, pero muy buena.
Me largué a llorar mientras empujaba el pis a la rejilla al lado de la heladera, un poco por lo del nombre, pero también por preocupación.
¿Qué te pasa?, dijo la abuela sin levantar la mirada de su tarea.
La mami…, llegué a decir entre sollozos. Se va a morir.
¿Qué?, gritó, y se le cayó el estropajo.
Yo no tenía idea de por qué había dicho semejante cosa. La mami jamás me abandonaría. Siempre iba a estar para mí.
¿Qué dijiste?, repitió la abuela con los ojos desorbitados.
Tenía las manos y las piernas pegajosas, estaba acalorada y quería irme a la pieza, que apareciera la mami con el té de hierbas y meterme a la cama.
Soñé que la mami se va a morir, contesté.
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A veces mentía. No siempre, cada tanto. En mi cabeza aparecía una historia y le sacaba el sabor como a un caramelo, hasta que al rato no aguantaba más y la contaba. Me arrepentía después, pero con el tiempo se me pasaba la culpa y volvía a hacerlo.
¿Cuándo?
Anoche.
¿Cómo? ¿Qué soñaste?, dijo, apuntándome con un dedo huesudo como el del árbol.
El Gonzalito la mataba, inventé: de repente me sentí tranquila. Al salir le hizo mal, le reventó la panza. Y los doctores lo trajeron a casa, en una sábana.
¿Tenía sangre la sábana?
Mucha, dije. Muchísima.
La abuela buscó con los dedos su cogote y lo pinchó.
Qué cosa, esto no puede ser, si yo les dije que para qué uno más. Vení, nena. Vení, corazón.
Me llevó de vuelta al comedor. Se arrastraba como un potrillo recién nacido. Se agarró de la mesa del teléfono y resopló. Temblaba entera. Levantó el auricular con el brazo de la muleta y con el otro discó un número largo. Dijo:
Por favor, necesito hablar con Pola. Es urgente. No, yo estoy bien. Sí, mañana a primera hora paso a pagarle, lo juro por la Virgencita. Gracias.
Otro silencio: un viento feroz bajó del cielo y oí los arañazos de las ramas en el techo.
¿Pola? Sí, Nélida. Es por Raquel, mi nuera, está alumbrando. Quiero que escuches lo que soñó la nena.
La abuela estiró el cable y me pasó el auricular. Yo lo sostuve sin saber qué hacer.
Tu sueño, dale.
Puse el aparato en la oreja y hablé. La abuela movía la cabeza: que siga, que siga. Le dije a la desconocida, palabra por palabra, lo mismo que le había contado a la abuela. La mujer del teléfono respondió:
Muy bien, cielo. Era una voz gruesa, de machorra, como decía la mami de las tamberas. Todo va a estar bien con Raquel. Dejáselo a tu abuela. Ahora dame con ella, ¿querés?
Chau, la saludé, y nada, solo una tos ronca.
La abuela me arrancó el auricular.
Ajá. Ajá. Lo que haga falta. Gracias. Que Dios te bendiga, Pola. Muchas gracias.
Colgó y me traspasó con la mirada.
¿Quién era?, pregunté, pero la abuela estaba pensando en otra cosa.
Se enderezó con la muleta y se alejó agarrándose de los muebles. En la cocina escuché un filo.
¿Se habría dado cuenta de que inventé la historia?
Ahora la muleta golpeaba y golpeaba el suelo, acercándose. La abuela apareció con un cuchillo para la carne.
¿Qué es eso?
Sostenelo. Me puso el mango en las manos y a mí casi se me cae. Firme, dijo. Así, con la hoja hacia arriba.
La abuela pasó el dedo gordo por el filo.
Grité. Ella apretó los dientes y se miró la yema muy de cerca. Pude ver que le apareció una gota oscura en la carnecita. Se pellizcó con fuerza y la gota corrió por su mano dejando un hilito rosa.
No, dijo. No alcanza.
Buscó algo en su palma, en su brazo, como si tuviera un número escrito y se le hubiera borroneado. Me miró. Suspiró. Cerró los ojos y los volvió a abrir. Me hizo levantar el cuchillo de nuevo, me sostuvo con las manos. Pude sentir su dedo húmedo.
Firme, dijo.
Obedecí.
Tomó aire, cerró los ojos de nuevo y pasó la muñeca por el filo. Un chorro saltó a mi brazo, otro cayó y manchó mi zapatilla y el suelo.
Dios Santo, gritó la abuela.
¿Y si de verdad soñé con el Gonzalito? Sí. No podía ser una mentira.
La abuela fue dejando un reguero. Salió por el frente. Solté el cuchillo y fui atrás de ella.
Se había puesto de noche enseguida. Se movía el monte como un bicho enojado. El viento tironeó a la abuela en todas las direcciones, pero ella clavó la muleta en la tierra y caminó hasta los primeros árboles. Frotó en cada tronco el corte, les dibujó una cruz. Así estuvo un rato, como si hubiese salido a alimentar a unos perros muertos de hambre. Después volvió y tuve que empujar la puerta para cerrarla.
Entonces, silencio.
La abuela tiró la muleta y se echó llorando en el sillón, toda despeinada. Parecía más una nena que una viejita. Me senté a su lado y la miré. Se agarraba la herida. Salía sangre de entre sus dedos.
¿Te duele?
Poco, dijo con un hilo de voz. Pero Raquel va a estar bien. Está protegida. Raquel.
¿Y el Gonzalito?
La abuela echó la cabeza a un costado y empezó a respirar muy despacio. Dijo algo que no alcancé a entender, parecía que hablaba en sueños. Sus dos manos estaban negras, la sangre formaba un charco en el vestido.
Otra ráfaga. Se oyó una explosión de vidrio y el viento que alborotaba todo adentro.
Entonces, se fue la luz.
¿Y al Gonzalito?, pregunté de nuevo, más fuerte, en la oscuridad. El viento gritaba en mi cabeza. A él no lo protejas, abuelita. A él, no.
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Semblanza
FRANCISCO RAPALO (San Guillermo, Santa Fe, 1993). Corrector de textos y coordinador de talleres literarios. Colaboró con narrativa y ensayo en diferentes medios digitales como Nadie es Cool y Luvina (revista literaria de la Universidad de Guadalajara). Participó de diversas antologías. Dos novelas cortas publicadas: La Singularidad (2019, Sello Fantasma) y Contrafuego (2020, La Galera, 1ª premio del Concurso de Novela Corta “La Galera”). Fue elegido Joven Destacado de su ciudad en 2020. Tercer lugar en el VI Mundial de Escritura. A finales de año se publica su primer libro de poemas Calavera, luz y pasto, editado por Mascarón de Proa, que fue seleccionado en una convocatoria editorial. Coordina talleres literarios y de lectura desde el 2019.