Como si hubieran caído mil relámpagos al mismo tiempo, una luz blanca llenó los ojos del pequeño Yasuaki Yamashita. Su madre lo jaló al suelo y lo protegió con su cuerpo; entonces se escuchó el estruendo de una enorme explosión y, de repente, Nagasaki se quedó en silencio total. 

En punto de las 11:02 horas, el jueves 9 de agosto de 1945 Estados Unidos detonó en la ciudad japonesa una bomba atómica bajo el nombre clave de Fatman, marcando así el fin de la Segunda Guerra Mundial. 

Cuando Yasuaki y su madre abrieron los ojos, vieron que las puertas, el tejado y las ventanas de la casa habían desaparecido. Gateando, el niño de seis años llegó junto con su mamá a un refugio subterráneo en el que ya se encontraba su hermana, quien estaba privada en llanto.

“Minutos más tarde, salimos y vimos que la cabeza de mi hermana estaba cubierta de pequeños pedazos de vidrio, se estaba desangrando. Mi mamá, con mucho cuidado, la limpió, y después corrimos los tres a un refugio en la montaña”, cuenta Yasuaki a EL UNIVERSAL, y recuerda que desde la cima de la colina en donde solía ir a cazar cigarras y libélulas con sus amigos vio la ciudad arder. 

Los vecinos que se reunieron en el refugio junto con la familia Yamashita habían escuchado que tres días antes una bomba había golpeado con gran intensidad a Hiroshima, pero no sabían nada más.

Antes del estallido en Nagasaki, las sirenas de alarma habían sonado varias veces para alertar a la población sobre la posibilidad de un ataque, ya que las autoridades habían identificado a un avión desconocido que sobrevolaba el lugar. 

Sin embargo, como la mayoría de los bombardeos eran esporádicos y ocurrían por la noche, casi nadie prestó atención. Entonces la muerte cayó del cielo por sorpresa y el horizonte se pintó de rojo y el ambiente se llenó de llanto durante días y noches.

El padre de Yasuaki, quien laboraba en una empresa dedicada a la construcción de barcos de guerra, estaba trabajando cuando cayó la bomba. Llegó al refugio y se reunió con su familia, pero fue convocado por la ciudad para recoger los cadáveres que a diario se levantaban y murió dos o tres días después, víctima, sin saberlo, de la radiación.

Tras 74 años, Yasuaki recuerda una infancia marcada por la latente amenaza de un ataque aéreo. A pesar de su corta edad y de que le resultaba difícil comprender las implicaciones de la guerra, sabía que sus hermanos mayores estaban al servicio del ejército y que su madre entrenaba a diario con la lanza de bambú para poder protegerlo.

“No teníamos una vida tranquila o feliz, no estábamos juntos. Daba un miedo terrible nada más de escuchar a los aviones que venían, nada más el ruido me hacía sentir un miedo espantoso. Mi mamá me decía que estuviera tranquilo, que no iba a pasar nada y me abrazaba para calmarme”, dice.

Una de las escenas que lo marcó fue ver cómo uno de los niños con los que solía jugar llegó al refugio con la espalda totalmente destrozada por una quemadura. Como no había médicos ni enfermeras, la madre del menor lo curaba con el poco aceite de cocina que podía encontrar. Pero no fue suficiente. Pasado dos días su amigo murió por la infección.

“Nadie hacía nada ni decía nada. Seguramente estábamos en un estado de shock, pero yo no escuché a nadie decir nada durante días. El problema vino cuando empezaron a faltar los alimentos y nosotros sufríamos mucha hambre. Queríamos comer lo que sea, hierbas u hojas de árbol, pero no podíamos encontrar nada”, narra.

Desesperada porque sus hijos no murieran, la señora Yamashita los llevó a un campo agrícola con sus parientes, donde creyó que habría más esperanza. Para ello, recuerda  Yasuaki, tuvieron que cruzar el centro de la ciudad que había sido devastado: “Vimos muchísimos cadáveres en las calles. Era un campo completamente quemado. Negro. Y la gente que no había muerto estaba caminando como fantasmas. Era un horror”.

La comida y la suerte no los acompañaron por mucho y pronto tuvieron que regresar a Nagasaki para sobrevivir y rehacer su vida después de la rendición de Japón y durante los años de la posguerra.

“No podíamos quejarnos, teníamos que hacer un esfuerzo para salir adelante. Entonces el dinero ya no servía para nada, si uno quería comer una papa tenía que cambiarla por un objeto valioso, como telas o kimonos”.

Los años que siguieron en la vida de Yasuaki fueron difíciles, pero pudo terminar sus estudios y seguir adelante. No obstante, el sufrimiento que trajo la bomba al pueblo japonés no se detuvo tras el estallido o con la hambruna, sino que debido a la falta de información sobre la radiación que había contaminado el terreno, muchas personas que se habían salvado y que estaban aparentemente sanas, comenzaron a morir.

Entonces, afirma Yasuaki, los ciudadanos de otros sitios de la isla asiática comenzaron a discriminar a los sobrevivientes: “Eso nos llevó a ocultarnos, a callar por miedo, por la tremenda discriminación. Mucha gente se suicidó porque no pudo más. El gobierno informó de la radiactividad hasta 1954, porque Estados Unidos había prohibido rotundamente hablar de la bomba atómica”.

El mismo Yasuaki fue víctima de la radicación cuando consiguió su primer empleo. Sus síntomas eran anemia y esporádicas hemorragias, pero nadie podía encontrar el porqué de su problema.

No fue sino hasta que se empleó en el hospital de los sobrevivientes de la bomba atómica que comenzó a relacionar la explosión con su estado de salud. Ahí, Yasuaki vio cómo el lastre de la radiación se cobró las vidas de cientos de personas que enfermaron de cáncer y, con mucho pesar, se sintió identificado y muy cercano a la muerte.

“Estoy seguro de que voy a morir —pensaba— no estoy seguro cuándo, pero sé que voy a morir. Tal vez mañana o pasado mañana, o en un año... entonces para mí era mucho sufrimiento, la discriminación me afectaba muchísimo y no podía seguir trabajando más ahí”.

Yasuaki anhelaba huir, salir de Japón y encontrarse a salvo en un sitio donde nadie supiera que era sobreviviente. México apareció en su mapa y lo atrajo a través de la música del trío Los Panchos, las zonas arqueológicas y el idioma. Renunció a su trabajo y viajó al país. Hoy radica en San Miguel de Allende.

Aquí, menciona, se sintió protegido, ayudado y alejado del dolor. Formó una familia y rehizo su vida. “Después de la explosión, creímos que nada volvería a crecer en ese campo negro, pero un año después nos sorprendimos: todo se llenó de flores blancas y entonces nosotros nos llenamos también de esperanza”.

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