Un día después de que Donald Trump ganó la presidencia de Estados Unidos, miles de personas marcharon en Nueva York en contra de su victoria bajo un solo grito: “¡No es mi presidente!”. Juraron resistir, maniatar su gobierno y echarlo de la Casa Blanca con un juicio político.

Pero casi dos años después de tomar las riendas de la primera potencia global, Trump ha sorteado desafíos y logró dejar su huella en el país y el mundo. Y ya no está solo: Trump se transformó en un referente de una nueva generación de líderes populistas que trastoca el orden liberal de Occidente.

En Brasil, Jair Bolsonaro fue apodado el “Trump tropical”; en México, Andrés Manuel López Obrador recibió el mote de “el Trump mexicano”; el primer ministro italiano, Giuseppe Conte, cabeza de un gobierno xenófobo, fue a ver a Trump a la Casa Blanca y proclamó: “Italia y Estados Unidos son países gemelos”. Steve Bannon, estratega de la campaña presidencial de 2016 del magnate, dijo este año en Budapest que el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, fue “Trump antes de Trump”.

“Trump no es ni el primer líder populista ni será el último, pero el hecho de que ostente el poder en la mayor potencia mundial, un país donde además el fenómeno del populismo no estaba tan arraigado, ha hecho de que se perciba como un parteaguas, al punto que otros populistas como Rodrigo Duterte -en Filipinas-, Bolsonaro o López Obrador se analizan a la luz de Trump”, graficó Juan Carlos Hidalgo, analista del Instituto Cato, un centro de estudios libertario de Washington.

“Trump envalentonó a los populistas. Si el populismo puede ser exitoso en Estados Unidos, ¿cómo no podría serlo en países con instituciones más débiles?”, preguntó.

Ningún populismo es igual a otro. De hecho, algunos están en las antípodas de otros. Pero los líderes populistas comparten algunos rasgos. Trump, al terminar de imponer su estilo en Estados Unidos, la democracia más longeva del planeta, se convirtió, según el analista mexicano Carlos Bravo Regidor, en un símbolo de un fenómeno que lo antecede, y que, quizá, lo sobrevivirá: la ruptura política del consenso neoliberal.

Antes de que asumiera la presidencia, muchos confiaban en que la solidez institucional de Estados Unidos le impondría límites a Trump. Y, de hecho, la Justicia y el Congreso le han impedido ir más lejos. Pero, así y todo, Trump logró cambios duraderos y marcó la agenda global.

En Estados Unidos, Trump ya nombró más de 80 jueces federales -más que Barack Obama y George W. Bush juntos en el mismo lapso de sus respectivos primeros mandatos-.

Trump cumplió un viejo anhelo de la derecha norteamericana al quebrar el equilibrio ideológico de la Corte Suprema de Justicia con la designación del juez Brett Kavanaugh, acusado de abuso sexual. Estiró la bonanza económica que heredó de Obama con sus recortes de impuestos, hechos a medida del “1%” más rico, y su batería de cambios regulatorios. El desempleo cayó al 3.7%, el más bajo en medio siglo. Y atenazó con una dureza inédita la política migratoria, uno de los pilares de su campaña. Por primera vez, Estados Unidos separó a hijos y padres migrantes, un intento por frenar las “caravanas” desde América Central, a las que vinculó al delito, el terrorismo y tildó de “invasión”.

En el mundo, Trump impuso su visión: socavó el multilateralismo, la lucha contra el cambio climático, la defensa de los derechos humanos y la libertad de prensa. Dejó más desprotegidos a los refugiados. Abrió una guerra comercial con China y borró la palabra “proteccionismo” del mensaje del G20 en su cumbre en Buenos Aires. No dudó en pelearse con aliados históricos de Washington, ni en tenderle una mano a autócratas como el norcoreano Kim Jong-un, Duterte o el príncipe heredero saudita, Mohammed bin Salmán. Con el presidente ruso, Vladimir Putin, pasó del amor al hielo: se reunió en Helsinski y lo deslindó de cualquier responsabilidad por el Rusiagate –en Washington lo acusaron de traición–, pero luego lo dejó plantado en el G20 en Buenos Aires.

Trump sufrió un fuerte revés con la derrota del oficialismo en las elecciones legislativas del mes pasado, que dejaron un Congreso dividido. Pero sus índices de aprobación cierran el año en cerca de 40%. Trump reforzó su alianza con su “base” y profundizó la grieta: denostado por los demócratas, su respaldo muestra pocas fisuras entre los republicanos.

“Hay dos cosas que hacen que Trump sea Trump. Habla directamente con su base y realmente no le importa si incluye a otros en la conversación o no. Eso es muy novedoso. No ha hecho absolutamente ningún esfuerzo por atraer a nadie. Sólo le importa la base y está muy claro que sólo se preocupa por la base”, definió Monica De Bolle, analista del Instituto Peterson de Economía Internacional y directora de Estudios Latinoamericanos de la Universidad John Hopkins, en Washington.

De Bolle cree que Trump validó la polarización como estrategia política, y ve con cierto temor la propagación de su estilo en América Latina. En Estados Unidos, argumenta, los equilibrios institucionales y los mecanismos de control han sido debilitados, pero siguen ahí.

“Lo que temo es que en nuestra región no sea tanto así porque nuestras instituciones no son tan fuertes y nuestras democracias son muy jóvenes, y todos tuvimos tendencias autoritarias en todas partes en el pasado muy reciente”, apuntó. “Mi sensación es que no estoy tan segura de si nuestras democracias, donde están ahora, pueden o no resistir las tácticas trumpistas. Estados Unidos puede. No tengo dudas al respecto. Otros, no estoy tan segura”, concluyó.

Shannon O’Neil, analista sobre América Latina del Consejo de Relaciones Exteriores, trazó una línea similar entre Trump y las últimas elecciones presidenciales en México, Costa Rica y Brasil. O’Neil cree que el estilo del magnate influyó en esas contiendas, sobre todo la idea de presentarse como una figura ajena al establishment, un outsider que va en contra de las estructuras del poder.

“Él validó la idea ir contra el sistema, sea lo que sea eso. Lo validó porque ganó, usó eso, y todos decían que iba a perder. Lo mismo con Bolsonaro, quien de ninguna manera iba a ganar. Pero ganó porque creo que la gente estaba cansada de las mismas características viejas, y los mismos enfoques. Querían algo diferente. Lo mismo en México, lo mismo en Italia. Esta idea de querer a alguien que sacuda las cosas”, afirmó.

Para O’Neil, Trump generó otro impacto para varios países de la región: “Es el centro de la política exterior, lo quieran o no”, señaló.

El argentino Mauricio Macri le pidió su respaldo en el Fondo Monetario Internacional (FMI). México y Canadá renegociaron su acuerdo de libre comercio para salvarlo (y el ex presidente mexicano Enrique Peña Nieto terminó dándole la Orden del Águila Azteca a Jared Kushner, yerno de Trump, antes de irse). El prometido y demorado “muro” de Trump fue un punto de fricción en el vínculo bilateral con México, el cual, así y todo, sigue siendo el más profundo y estrecho que Estados Unidos tiene con la región. Colombia, otra relación estratégica, invitó a Trump dos veces, y dos veces el magnate canceló. Y Bolsonaro se perfila para ser “el nuevo mejor amigo de Trump en la región”, dijo O’Neil. Con Trump en el poder, Cuba, Venezuela y Nicaragua sienten con mayor rigor el yugo de Washington.

Pero las conversaciones sobre Trump terminan por girar en torno a su estilo.
Bravo Regidor dijo que Trump ha enviado “señales muy claras” sobre qué comportamientos son aceptables y cuáles no, y al hacerlo logró “bajar la vara” y señalar un rumbo para empoderar a los Orban, Le Pen y Duterte del mundo. “El estilo no es propiamente de Trump, es el estilo de esas figuras dadas las condiciones e idiosincracias de cada país”, indicó.

“Si el presidente de Estados Unidos miente deliberadamente, si es abiertamente xenófobo o tiene actitudes evidentemente racistas, si no condena de inmediato e inequívocamente actos que deben ser repudiados sin condiciones como, por ejemplo, agresiones contra la prensa. En fin, si el presidente norteamericano se permite eso, otros líderes con esas mismas inclinaciones se envalentonan y, sobre todo, dejan de pensar que Estados Unidos puede reaccionar en contra, como lo supondrían, desde luego, si el presidente se comportara de otra manera”, apuntó Bravo Regidor.

La preocupación de fondo toca a los derechos humanos.

“Estados Unidos siempre ha tenido una suerte de doble moral, desde luego. Pero, al mismo tiempo, constituía una fuente de presión implícita. Casi diría un contrapeso, ciertamente selectivo, pero contrapeso al fin”, dijo Bravo Regidor, y profundizó: “El contrapeso que la mirada reprobatoria y el dedo flamígero de Estados Unidos podían representar en cuestión de derechos humanos ya no está, ya no existe. Y eso, a la larga, se va a dejar sentir en la región. Creo, de hecho, que ya lo está haciendo”.

Trump avanza en busca de la reelección en 2020. Los demócratas buscarán cerrar su propia grieta interna entre quienes apuestan a un mensaje moderado, y quienes quieren correr el partido hacia la izquierda. Aún carecen de un líder nítido. Y Trump tiene que atravesar aún los últimos años de su mandato con un Congreso dividido que promete poner la lupa en su entorno y, quizá, sus finanzas personales, y una economía que, tras una década de expansión, parece comenzar a mostrar síntomas de fatiga.

Por encima de todo, Trump aún tiene que atravesar ileso el acecho latente de la investigación del Rusiagate en manos del fiscal especial, Robert Mueller. Trump ha dicho, una y otra vez, que se trata de una “caza de brujas”. Mueller ya presentó cargos contra 33 personas —entre ellas, 25 ciudadanos rusos— y tres empresas rusas. Y aún debe dar su última palabra.

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