A sus 93 años, a Buba le cuesta recordar las historias de cuando fue prisionera en Auschwitz Birkenau. Sin embargo, al observar las pinturas en las que plasmó los horrores que pasó en el campo de concentración su memoria regresa intacta y la transporta a la experiencia más dolorosa de su vida.

Buba -que significa muñeca en húngaro- nació y creció en TransilvaniaRumania, durante los años más álgidos del antisemitismo, cuando en Europa los discursos en los medios de comunicación, en el ámbito político, en las casas y escuelas enseñaban a odiar a los judíos.

Primero fue obligada a portar la estrella de David sobre su ropa, luego le prohibieron salir a lugares públicos como parques, museos o cines y, tras ser confinada en su casa junto con su familia, su destino fue el gueto, “un basurero, una fábrica de ladrillos a las afueras de la ciudad”, donde pasó dos semanas antes de ser trasladada a Birkenau.

La música de Johann Bach que sonaba en un viejo tocadiscos y un sol cegador la despidieron de su hogar y acompañaron su camino a pie hasta la estación del tren. Era 31 de mayo de 1944.

“Nos trataron como animales, como ganado”, narra Buba en entrevista con EL UNIVERSAL. “Mi mamá recorría los vagones en busca de pedacitos de comida que nos daba a mi hermana Itzu, a mí y a otros niños que estaban en el tren. Ella no comía nada”.

Pasaron cinco días sin alimento, con la idea de que iban a trabajar la tierra. “Pero entonces llegamos a la oscuridad, a un lugar sin salida, al infierno de Auschwitz”, recuerda.

La última vez que Buba vio a sus padres fue al bajar del tren, al lado de las vías. Su madre, quien era una mujer mayor, murió en las cámaras de gas el mismo día que pisaron el campo de concentración.

“Nos sentíamos arrojadas en la nada y los horrores que vivimos aún los recuerdo todas las noches. No recuerdo nunca haber llorado tanto. El dolor más grande que he sentido es el de haber perdido a mis padres”. 

Despojada de sus pertenencias, de su cabello e incluso de su identidad, dejó de ser “la muñequita” de su familia y se convirtió en A-11147. 

“Estábamos acostumbradas a que nos consideraban nada. Ser judía era un pecado enorme. Los alemanes tenían el poder y nosotros no teníamos nada, ni derechos”.

El humo de los crematorios llenaba el cielo de Birkenau todos los días. Los prisioneros eran forzados a realizar tareas desde talar árboles, preparar los alimentos que recibían en la noche -un caldo que era como engrudo, dice Buba-, llevar leña a los hornos del campo y hasta cambiar el curso de un río helado. 
Por las noches, cada cama en las barracas -hecha de tablas de madera y paja- albergaba a 12 prisioneras que compartían una mantita y sus sueños de libertad.

Buba cuenta que morir en el campo era tan fácil como acercarse a la alambrada electrificada y tocarla, sin embargo, ella e Itzu no se dejaron caer: querían vivir para ver caer al régimen de Adolfo Hitler.

“Todo ese tiempo, mi hermana Itzu fue el gran motivo que me hizo permanecer con vida. Sin ella ahí conmigo, yo seguramente hubiera muerto”, relata.

Los cuadros de Buba son portales a momentos que vivió, como cuando fue una suerte de conejillo de indias para los alemanes, quienes experimentaban con ella y con otros prisioneros: “Me dormían y nunca supe qué hacían conmigo”.

Parece que los retratos lúgubres de las torturas que sufrió por robar una jícama y el dolor de haber formado parte de las marchas de la muerte hacia Bergen-Belsen sólo le son opacados por las imágenes que recuerda de las pilas de mujeres muertas a su alrededor, destino que, creyó, iba a alcanzarlas a ella y a Itzu irremediablemente. 

Uno a uno, los cadáveres fueron enterrados por los mismos prisioneros para ocultar la evidencia del Holocausto… hasta que llegó el día. Auschwitz había sido liberado tres meses antes, y aquel 15 de abril de 1945 el ejército inglés rompió los candados que las habían aprisionado durante casi un año en Bergen-Belsen.

Tras la liberación, Buba se llenó de miedo, desesperación y de la incertidumbre de no saber qué iba a pasar con su vida... si el resto del mundo también odiaba a los judíos: “Ya éramos libres y a mí me torturaba la idea de que mi mundo se había destruido”.

Buba e Itzu llegaron a América gracias a otra hermana que vivía en Veracruz. En el panorama, México fue, asegura, como encontrar un paraíso.

Han pasado 75 años del día en que fue liberada. Señala el semblante de uno de sus dibujos, el que la retrata fuera del campo de concentración de Bergen-Belsen y dice: “El espíritu judío no se puede aniquilar”.

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