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A las 5:27 de la mañana una fina cortina de lluvia hace más duro el frío. Para ese momento, antes de que la ciudad termine de despertar, los que no tuvieron voz, los que no fueron escuchados, los que creen ciegamente, los que esperan un milagro, los que buscan justicia, los que piensan que superar su desgracia depende de Dios y de un sólo hombre esperan... con fe.
Las luces exteriores de la casa de Chihuahua y Monterrey, en la colonia Roma —que bajo su fachada afrancesada, blanca con remates en guinda, aloja las oficinas de Andrés Manuel López Obrador—, están encendidas, se apagarán sólo hasta el alba, cuando el cielo se torne azul profundo y de a poco el día comience a clarear.
Cada día desde que el tabasqueño ganó la Presidencia han llegado a este lugar más de 200 personas —unas 6 mil en el primer mes de transición—, cada una con una historia a cuestas; algunas en busca de justicia, otras pidiendo apoyo, cientos con su currículum bajo el brazo, algunos con proyectos productivos, muchos en busca de dinero para medicinas, casa, estudios, alimento.
Aquí, a lo largo de un mes se han unido las historias de miles que aspiran a un mejor país, la furia de automovilistas que no logran el paso rápido, el hastío de los vecinos, los pequeños negocios que celebran la multitud, el paso de futuros secretarios de Estado, manifestaciones, rituales, oraciones, bendiciones, ladrones, la desesperación de quienes vienen de lejos, apenas con esperanza.
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A las 6:45 horas ya hay más de 15 personas formadas tocando la puerta de las oficinas del próximo presidente de la República. En la fila se ve a un líder indígena de Yucatán, a un joven periodista de Tijuana, a un zapatero de Veracruz, a un jubilado de Ferrocarriles Nacionales que trae la voz de un compañero que ya murió, a un abogado, a una doctora en Letras. Esperan.
Una hora después, la calle se nutre de periodistas que a media tarde serán más de 70. Comienzan a llegar grupos amplios de personas, algunos para acusar despojos, otros para exigir que les devuelvan su trabajo, algunos para defender sus raíces, otros para acusar a un gobernador panista.
Pero también pasan turistas, oficinistas y simpatizantes de López Obrador que sólo quieren conocer dónde trabaja, que quieren una foto frente a ese caos, que esperan la hora de que el virtual presidente electo llegue o que salga de la casona para escucharlo, para aplaudirle y vitorearlo, para defenderlo ante los incrédulos y lanzarse contra quienes lo critican.
No se ven policías que resguarden la casona, pero se ha instalado un cinturón de seguridad que contempla puntos donde en las últimas horas se vieron a elementos o patrullas de la policía capitalina en la avenida Insurgentes y en las calles de Tonalá, Guanajuato, Zacatecas, Yucatán y Álvaro Obregón. “La indicación es que estemos atentos”, dice un oficial.
Muy temprano algunos vecinos salen a barrer sus calles, otros a pasear a sus perros, muchos a trabajar. Pasan las horas y la calle se ensucia. Simpatizantes de López Obrador y periodistas en guardia toman las banquetas y jardineras, se sientan recargados en fachadas, a esperar horas; automovilistas que echan porras o mientan la madre con el claxon frente a la oficina del tabasqueño. Ahí ha llegado un hombre a cantar canciones de Pedro Infante y también ha sido detenido un hombre que intentó robar una camioneta.
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Como si fuera un santuario, la gente comenzó a llegar a la oficina de López Obrador desde el 2 de julio, primero a felicitarlo y después a pedir su ayuda, creyendo con fe ciega que él tiene el poder para resolver cada problema que llegue a la oficina, donde sólo hay un escritorio con lugar para sentarse, dos sillas para la visita, un pequeño sillón y un archivero.
Ayer llegaron vecinos de Azcapotzalco para pedirle su ayuda. Hicieron un convenio con el Invi para que entre vecinos y autoridades se creara un fideicomiso para derrumbar una vivienda y construir una mejor. Cuando estaban a punto de terminar de abandonarla los invadieron. Levantaron denuncias, pero no pasa nada. Piensan que los invasores son de la Unión Tepito, porque al intentar recuperar sus casas los recibieron a balazos y mataron a tres. Creen que el futuro presidente les resolverá y volverán a tener un hogar.
Aquí han llegado campesinos de Querétaro, indígenas huicholes de Nayarit, comerciantes de Iztapalapa, ex trabajadores de la extinta Ruta 100, ex trabajadores de Luz y Fuerza del Centro, trabajadores de la Secretaría de Salud, hombres y mujeres de Atenco, del debilitado Frente de Pueblos por la Defensa de la Tierra, defensores de migrantes, ambientalistas, todos quieren que el virtual presidente electo los atienda y les dé solución.
Es en medio de ese caos diario que se ha visto entrar y salir de las oficinas de López Obrador a su leal Alfonso Romo, junto a alguien que parece su escolta, que lo cuida discreto a tres metros de distancia; a Olga Sánchez Cordero, que no tiene empacho en dar una entrevista sobre el paso vehicular, provocando un caos vial; al futuro canciller Marcelo Ebrard.
José Luis Herlindo Sánchez llega poco después del mediodía a la casa de transición, tiene 25 años. Lo acompaña su hermana Alejandra, es apenas una adolescente. Se apoya con un bastón pues ha perdido la vista. Una cicatriz de unos 20 centímetros le cruza la parte frontal de la cabeza.
Él es de San Felipe del Progreso, en los límites entre el Estado de México y Michoacán, y tiene un tumor en la cabeza. Lo han operado seis veces y perdió la vista. Estaba por concluir la preparatoria cuando lo diagnosticaron.
“Dios nos da los medios, Dios pone las cosas para cada uno. Venía en el camión y una señora me dijo que viniera aquí, que el presidente Andrés Manuel me va a ayudar y me voy a curar, me dijo: ‘Vayan a tal lugar y ahí los van a recibir’”, narra Herlindo, quien pide mostrar su expediente médico. Su hermana escribe una carta apoyada en la pared en espera que les sea recibida. Tienen fe.
Ernesto Barradas Oliva le regaló unos zapatos a López Obrador cuando el entonces precandidato visitó Naolinco, Veracruz. Ahora lo busca para pedirle que los zapateros de su pueblo se encarguen de hacer calzado para los alumnos de primaria del país. Carga orgulloso un par de choclos negros en una caja de cartón.
Apenas ayer López Obrador dio una conferencia. Afuera, sus simpatizantes se pegan lo más que pueden a las rejas de la casona, lo siguen atentos, le aplauden, lo vitorean.
Cora y Sara Montiel son de Veracruz, una vive en Puebla desde hace 10 años y la otra en la Ciudad de México, son hermanas. Creen firmemente que López Obrador es la solución para el país: “Con Dios de guía, que lo ilumine a él, se podrá el cambio verdadero”, dice Sara, mientras que Cora defiende el combate a la corrupción y critica los altos sueldos.
Los días a las afueras de las oficinas del próximo presidente de la República pasan lentos. Normalmente López Obrador se va al filo de las nueve de la noche. Para las 10, la calle de Chihuahua luce solitaria; para las 12:00 horas las luces siguen encendidas, se apagarán al alba, cuando haya personas formadas en busca de ayuda. Ahí les dirán: “Aún no somos gobierno”, pero ellos seguirán llegando con fe.