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Antes de “cualquier servilismo”, el rector de la UNAM, Javier Barros Sierra, decidió que no iba a obedecer al gobierno federal, puesto que consideró que primero son los principios, la Universidad Nacional y la Constitución, afirma Cristina Barros Valero.
Al recordar la Marcha de la Dignidad del 1 de agosto de 1968, la hija del entonces rector de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) afirma en entrevista con EL UNIVERSAL, que a pesar de la situación tan difícil de aquel momento, tras el bazucazo a la Preparatoria 1 y la ocupación militar de otros planteles, Barros Sierra determinó que no obedecería al gobierno, que “primero estaban los principios y a esto se atenía. Primero estaba la Ley Orgánica de la Universidad, la Constitución, antes que cualquier servilismo”.
Previo a ello, lo intentaron convencer de que le diera la espalda al movimiento y lo reprimiera.
De no participar en la movilización, el rector consideró que la UNAM enfrentaría, “el eventual desconocimiento de las autoridades universitarias por parte del estudiantado y algo peor, si él no encabezaba esa marcha se corría el inminente riesgo de que fuera deformada por provocadores, generando en una masacre peor que la del 2 de octubre”, resalta.
Cristina Barros Valero, investigadora y escritora de 71 años de edad, considera que el movimiento estudiantil de 1968 se debe valorar, “para que nunca más se viole la autonomía universitaria sin que los rectores se manifiesten”.
En la entrevista realizada en su casa de San Jerónimo, en la Ciudad de México, Barros Valero recuerda que en 1968, el rector se encontró ante la presión del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz por reprimir el movimiento estudiantil desde la UNAM, y la ejercida por los sectores dentro de la comunidad universitaria que le exigían una postura más radical.
¿Cómo fue para el rector liderar a la Universidad Nacional en un entorno como el de 1968?
—Fue una situación delicada. Por una parte, al ver violentada la autonomía universitaria tenía que responder de una manera decidida, y así lo hizo. Por otro, el gobierno estaba pidiendo a la rectoría que le diera la espalda al movimiento y lo reprimiera, además, los estudiantes le pedían al rector que se radicalizara más, sin darse cuenta que tenía [el rector] que preservar a la Universidad Nacional y no podía tomar esa postura por más que entendiera las demandas democráticas de los estudiantes. Fue una situación muy complicada que tuvo altos costes personales para el rector. Lo que Javier Barros Sierra puso en juego fue la vida, al enfrentarse al Estado y disentir abiertamente de su actitud autoritaria, de su incomprensión al movimiento estudiantil, y su violación a la autonomía. Defendió así la democracia en México.
¿Cómo fue la marcha del 1 de agosto del mismo año?
—Yo tenía 22 años y estudiaba en la Facultad de Filosofía y Letras, y fue inolvidable, en el sentido de la fuerza con la que el rector se dirigió a todos nosotros, la presencia de los estudiantes del Instituto Polítecnico Nacional (IPN) a quienes les abrió realmente los brazos, y ese sentido de comunidad durante la marcha. Esa sensación, aunque fuera intuitiva, de que estábamos ante un hecho histórico. Y el apoyo de la población a lo largo del recorrido: los aplausos de la gente, que nos echaban flores y periódicos para que nos tapáramos porque empezó a llover, porras a la Universidad. Había apoyo y fue evidente durante todo el recorrido.
¿Se imaginaron que lo que ocurrió en la marcha del 2 de octubre pasaría?
—Quizá no de esa magnitud, pero sí se habían dado muestras por la presencia del Ejército en las propias instalaciones universitarias en el caso de la Escuela Nacional Preparatoria (ENP) y del bazukazo contra la puerta de la Preparatoria 1, que para mi padre fue muy doloroso. Estábamos ante un gobierno autoritario que había reprimido al movimiento médico; las personas que estaban a cargo de la seguridad nacional, entre comillas, eran las mismas que estaban a cargo de la represión. No era una situación fácil, se podía prever que esa cerrazón y autoritarismo desembocara en algo muy delicado.
¿Cómo fue la comunicación del rector con el gobierno federal? ¿La negociación previa a la marcha?
—Yo no diría una negociación. El secretario de Gobernación [Luis Echeverría Álvarez] trató de disuadirlo de encabezar la marcha del 1 de agosto. El rector consideraba que no participar desembocaría en una gravísima crisis dentro de la Universidad con el eventual desconocimiento de las autoridades universitarias por parte del estudiantado y algo peor: si él no encabezaba esa marcha se corría el inminente riesgo de que fuera deformada por provocadores, generando una masacre peor que la del 2 de octubre. Resulta claro que él no iba a obedecer de una manera servil al gobierno. No iba a ceder a presiones: primero estaban los principios y a esto se atenía. Primero estaba la Ley Orgánica de la Universidad, la Constitución, antes que cualquier servilismo.
¿Cómo recibió la noticia de los hechos ocurridos en Tlatelolco?
—Se enteró de inmediato y, se podrán imaginar lo que significaba para él... eran sus muchachos, sus estudiantes que estaban de alguna manera bajo la tutela de la Universidad. Él les había advertido que venía una fuerte represión, no estuvo nunca de acuerdo con que se hiciera ese mitin en Tlatelolco, y sin embargo, la maquinaria del movimiento se había echado a andar y fue incontenible. Se dio esta masacre que fue diseñada en todos sus aspectos por el gobierno. Desde la Presidencia y Gobernación salió la instrucción de esta represión brutal de la que fuimos testigos y que significó para el rector un hecho terriblemente doloroso y lamentable.
¿Qué opina de la propuesta de la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV) de una reparación colectiva a los afectados por la represión del movimiento estudiantil?
—Evidentemente son insuficientes en la medida en que el Estado mexicano no reconozca su participación clara en la represión estudiantil [de 1968], y que violó la autonomía universitaria. [El ex presidente] Díaz Ordaz nunca lo hizo, ni se reconoce hoy en nombre de los sucesivos gobiernos priístas ese hecho. No ha habido un reconocimiento, que sería la aceptación del autoritarismo que ha marcado por decenios al gobierno mexicano.
Existe una propuesta del próximo gobierno de crear una comisión que analice estos casos, ¿qué le parece?
—Siempre y cuando haya voluntad política, bienvenidas las comisiones. Sobre todo la de los casos más inmediatos, como el [de los 43 estudiantes] de Ayotzinapa que ha sido una herida en el corazón de muchos de nosotros. Bienvenidas las comisiones si hay una voluntad política de plantear de cara a la historia lo que ocurrió en 1968, podría haber las condiciones para ese reconocimiento. Finalmente, ese espíritu “sesentayochero” nacionalista, de reivindicación de la democracia y de una lucha por la igualdad y la justicia, es lo que ha animado a muchos en los últimos años.
¿Correspondería a la nueva administración resolver y dar esta reparación legal que exigen las víctimas?
—Entiendo que sí y que podrían darse las circunstancias para que ello ocurriera.
¿Cuál debería ser el papel de la Universidad Nacional en lo que respecta a la exigencia de justicia?
—El tener una consciencia histórica clara, y me refiero a sus autoridades, de lo que significó el 68. No es una efeméride más en la historia de la Universidad Nacional sino un momento crucial en el que estuvo en riesgo como nunca antes la autonomía universitaria y la democracia. El legado que deja Javier Barros Sierra, implícito y explícito, debería guiar a las autoridades universitarias en sus tareas: preservar a la Universidad como un espacio independiente, real y autónomo de intercambio de ideas. Valorar el 68 para que nunca más ocurra que se viole la autonomía universitaria sin que los rectores se manifiesten disidiendo de una situación como esa, contribuir a que el estudiantado conozca esos hechos históricos y sea un orgulloso heredero de una historia como la de la UNAM.