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“Para mí es una gran aventura”, dice Brithanny Medina Gutiérrez, de 6 años de edad, mientras juega con su muñeca en una de las carpas instaladas en el albergue para migrantes de la alcaldía Iztacalco, en la Ciudad de México. Su familia, conformada por otros tres hermanos y sus padres, salió huyendo de Honduras, perseguida por la violencia que genera la Mara Salvatrucha.
Los últimos años su familia se la pasó huyendo de un lugar a otro, después de que la pandilla de la Mara Salvatrucha asesinó al hermano de Adrián Medina, padre de Brithanny y sus hermanos, por negarse a pagar el impuesto que exigía a los trabajadores. “No podemos regresarnos a Honduras”, afirma el patriarca de esta familia migrante.
Con el paso del tiempo, Adrián, quien se desempeñaba como chofer repartidor en la provincia de Progreso, tuvo que renunciar a su empleo y dejar de salir a la calle.
Él y su esposa Sinthya Gutiérrez están orgullosos de sus hijos: Alejandra, de 14 años; Alexander, de 11; Génesis, de 8, y Brithanny, de 6. Hoy descansan todos juntos sobre unas colchonetas en una de las carpas instaladas en el Estadio Jesús Martínez “Palillo”, que se ha convertido en albergue ante el éxodo hondureño.
A pesar de las condiciones que se viven en el camino, como los largos trayectos que tienen que caminar y un frío que no habían experimentado anteriormente, la familia intenta mantener el buen ánimo: sonríen y juegan todo el tiempo.
“Me decidí por mis hijas, porque creo que les va a cambiar la vida. Tengo una niña de 14 años que a la vuelta de la esquina me la pueden violar”, dice Sinthya.
A las niñas, relata Adrián en entrevista con EL UNIVERSAL, les gusta la escuela y todas se quieren convertir en profesionistas: Alejandra quiere ser diseñadora gráfica, le gusta dibujar flores; Génesis quiere ser chef; a Brithanny le llama la atención la docencia: le gusta leer, las matemáticas y convivir con niños más pequeños.
Alexander lo que desea es “el pisto”, una expresión hondureña para referirse al dinero, y quiere aprender a reparar teléfonos celulares para llegar a comprarse un automóvil.
“Mis hijas más pequeñas vienen emocionadas, al varón le gusta curiosear todo, la mayor es más seria y casi no juega. La dificultad son las caminatas”.
Alejandra, quien es la mayor, está consciente de que su padre está amenazado y que no puede regresar; también sabe que el presidente de Estados Unidos puede prohibir el paso de la caravana.
“A veces vengo bien y otras mal, nos cansamos mucho. Sí quiero llegar a Estados Unidos, porque allá tengo más posibilidades de estudiar”, narra Alejandra, de 14 años, quien es interrumpida por el pequeño Alexander que grita: “¡Nunca me voy a rendir!”.