Eran las cuatro de la tarde y Leonor está en casa de un amigo de la universidad. Los que estaban en la misma habitación son personas de confianza. Se sentía segura. Agustín, a quién tenía un año de conocer, le ofreció una copa de vino. La bebió y al poco rato se sintió extraña: los ojos pesados y un cansancio inexplicable. Decidió irse a su casa. El mismo hombre que le dio la bebida la acompañó. “Me bajé del camión en modo automático; ya no me sentía tan lúcida”, relata la joven.

A partir de ahí las imágenes son difusas. Agustín la acorraló contra una pared de su propia sala, sus movimientos eran tan débiles que no pudo alejarlo más que unos cuantos centímetros. En su mente sólo estaba la idea de que la bebida que le dio su “amigo” contenía algo. Leonor no logró mantenerse despierta. Cuando abrió los ojos, la obscuridad ya invadía su cuarto. Sintió el peso de él sobre su cuerpo.

“No quiero”, fue lo único que logró murmurar y se desvaneció. Amaneció y lo primero que vio fue el rostro de Agustín. En su mente todo era confusión. Salieron y él la llevó a una farmacia para comprarle la pastilla del día siguienteAgustín se despide diciéndole: “Recuerda que no soy peligroso”.

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La vergüenza, el miedo, preguntarse quién le iba a creer que un alumno que parecía ser ejemplar, había abusado de ella. Todo la llevó a callar. Los días pasaron y Leonor intentó bloquear en su mente la agresión, pero él la seguía hostigando. “¿Ya no me quieres?”, esa fue la pregunta con la que Agustín acosó durante meses a Leonor. Los encuentros “casuales” eran su otra arma. Verlo era algo que emocionalmente la desarmaba todos los días.

El siguiente año y medio Leonor intentó continuar con su vida; se convirtió en consejera escolar y ayudaba a jóvenes que tuvieran algún problema en la Universidad. Un día llegó con ella una compañera que había sido violentada; al escuchar su relato todos los sentimientos que vivió durante su agresión regresaron. La diferencia fue que esta vez no guardó silencio. Las redes sociales fueron su primer desahogo. ¿Cómo iba a denunciar después de tanto tiempo? “Pensé que jurídicamente ya no podía hacer nada, pero no decir la clase de persona que era él me convertía de cierta forma en su cómplice”, asegura Leonor.

La primera puerta que tocó fue la del rector de la universidad. Le ofrecieron el apoyo de una abogada, quien sólo la llevó hasta la puerta de una de las fiscalías de la CDMX y le dijo “Aquí es. Anda. Vas”.

A sus 22 años, en una ciudad desconocida y con su familia lejos, decidió enfrentarse al juicio de los demás y a poner su palabra contra la de su agresor. Entró a la fiscalía, pidió levantar una denuncia y que la atendiera una asesora jurídica mujer. Sus palabras fueron ignoradas. La pasaron a un escritorio y llegó un hombre a tomar su declaración. Cuando relató que en un momento de la agresión quedó inconsciente llegó el primer cuestionamiento. ¿Qué hiciste tú para estar inconsciente? Vino el segundo reclamo. ¿Por qué tardaste tanto en denunciar?

El enojo le cortaba las palabras a Leonor. Terminó de contar todo y el agente le dijo claramente: “Mira, yo no te creo. No sé si en tu pinche casa tus papás te crean, pero yo no”. El coraje la hizo levantarse del asiento y exigir una asesora con perspectiva de género. La respuesta que obtuvo fue que llamaran a la psicóloga pero el trato no cambio. La primera pregunta que le hizo fue “¿Qué te peleaste con el jefe?”. Parecía que cada elemento de la Fiscalía quería quebrantar su interés por presentar su denuncia.

Durante diez horas lo único que recibió fueron cuestionamientos sobre su tardanza para denunciar y su mal carácter. La psicóloga le hizo una entrevista muy corta; el policía de investigación buscó en Google Maps la dirección en donde ocurrieron los hechos, anotó las coordenadas y eso fue todo. Leonor se enteró después de que todo esto había sido parte del peritaje.

Llegó otra mujer. Una agente del Ministerio Público que fue la encargada de levantar su denuncia. La joven universitaria tuvo que contar por tercera vez lo que le ocurrió. Aunque las preguntas de la agente la abrumaban, ella intentó aportar la mayor parte de los datos que le solicitaron. Cuando terminó de narrar todo nuevamente, le acercaron el documento, lo reviso y vio varios errores. El más grave: el nombre del agresor tenía los apellidos al revés. “Le insistí en que los corrigiera, pero me dijo que no importaba […] imprimió la denuncia, me hizo firmarla y me la quitó”.

La acusación oficial ya estaba hecha, pero nadie supo decirle qué seguía, cuánto tiempo tenía que esperar o si tenía que regresar para aportar más datos. Nada. Lo único que le informaron fue que su carpeta estaría en la Procuraduría de Justicia de la CDMX. Leonor fue una y otra vez y tampoco sabían nada. En una de sus visitas recibió la peor noticia. Su denuncia tenía tantos errores que ningún juez la iba a aceptar, por lo tanto la iban a archivar. “Lástima por tu historia”, fue lo único que le dijeron. “Me fui al baño a llorar como dos horas”, recuerda la joven.

Pasaron 12 meses con todo en pausa. La voz de Leonor no solo no fue escuchada, sino que fue desacreditada. Su vida quedó trastocada y la depresión invadió cada espacio de sus días. Pero a inicios de 2018, una nueva abogada logró que su palabra saliera a la luz. El primer proceso había estado lleno de anomalías.

Un claro ejemplo era que la misma agente del MP que había tomado su declaración le informó a su abogada que existía un protocolo en el que se especificaba que se tenía que hacer una sola entrevista entre la agente, el personal de trabajo social y la psicóloga, pero como “en su experiencia” las mujeres mentía, ella prefería hacer tres entrevistas por separado.

El caso de Leonor está dentro de los que se analizan como parte de la Alerta de Género. Su carpeta fue reabierta y ahora está por el delito de violación agravada y aprovechamiento de confianza. Su testimonio encabeza la lucha de muchas mujeres en la capital y es el mismo para el que las autoridades en un inicio solo supieron decir “yo no te creo”.

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