Desde hace ocho años, José Luis vive en una gigante alcantarilla de aguas pluviales. Platica que tocó fondo porque se volvió adicto a cualquier tipo de droga. Tienes 47 años y narra que a Sonora sólo venía de paso, porque quería llegar a Estados Unidos.

Es un indígena purépecha que vivió sus mejores años en San Juan Nuevo, una localidad colonizada en 1943, cuando San Juan Parangaricutiro sufrió la erupción del volcán Paricutín, en Uruapan, Michoacán.
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“A veces me nostalgio”, dice mientras ruedan lágrimas en su rostro. Recuerda los días cuando su madre lo quería, tenía un hogar con esposa e hijos, trabajo y una vida.

Estudió la primaria y se dedicaba a la compra-venta de aguacate. Se casó, tuvo hijos y sin más sorpresas llegó a los 26 años, pero empezó a consumir marihuana, primero fue la curiosidad después ya no pudo dejarla y buscó probar otro tipo de drogas; ahora consume lo que encuentra o lo que alcance a pagar.

Loco pero no demente. “Me llamo José Luis Román Gómez, estoy loco, pero no demente, hago cosas malas, aunque no le hago daño a nadie”, dice mientras invita a la reportera de EL UNIVERSAL a pasar a su hogar.

Con amabilidad muestra lo que es su vivienda y ofrece un bidón de plástico como asiento, el único que tiene.

Se encoge en cuclillas y la tenue luz que se filtra por la entrada a ese enorme colector permite detectar parte de su piel lacerada con sangre molida y algunas protuberancias que le brotaron en los brazos, al inyectarse la droga.
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Sus pensamientos están llenos de contradicciones; sin embargo, sabe que el sufrimiento y los golpes que le ha dado la vida, le han dado bastante sabiduría.

Tiene el autoestima quebrada. Ruega a Dios y a sus santos que lo protejan: “Soy alguien, soy una persona, pero aparentemente no valgo nada y yo les pido a ellos, que me ayuden, nunca me he enfermado a pesar de mi vida”.


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A diario se droga y también cada día le pide perdón a la Virgen de Guadalupe y a la Virgen de Fátima, se arrepiente de su fragilidad y flaqueza ante las garras del vicio.

Cuando llegó a Hermosillo, Sonora, hace más de ocho años en el lomo del tren La Bestia, huyendo de no sabe qué, ya lo había perdido prácticamente todo, dejó cuatro hijos, el menor apenas iba a cumplir dos años.

Sus primeros meses en la capital, los malpasó en albergues, pero cuando ya no se le apoyó, caminando encontró remanso debajo de esos túneles oscuros; mientras descansaba sintió la vibración de cientos de vehículos que pasaban encima de él a toda velocidad. Inclusi así se sintió protegido en ese lugar.

Desde entonces, el colector ubicado en el bulevar Luis Encinas Paseo del Pitic, que desfoga las aguas pluviales del sector oriente de la ciudad, se convirtió en su nuevo hogar.

Lo acondicionó a su gusto, empezó a acarrear objetos, trastos. Ya no recuerda cuántas veces la lluvia lo ha dejado sin zapatos. Le arrebata todo y vuelve a empezar.

Entre los muros de cemento tiene fardos de ropa, cobijas y un colchón que saca a tender; algunas paredes de ese inmenso canal están llenas de hollín, el que emana de los troncos que quema dentro para protegerse del frío.

Todos los días sale de su vivienda a trabajar, empuja un carrito de súper acondicionado con llantas de bicicleta; ofrece servicios de limpieza de patio, lavado de vehículo, corta césped y lo que se ofrezca, así gana dinero a diario, que bien le alcanza para comer y para drogarse.
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José Luis, comenta que ya tocó fondo, pero no sabe cómo hacer para regresar; hace un año y medio estuvo en Michoacán y no fue recibido con mucho agrado por su familia, pero siente la necesidad de estar cerca de los suyos.

“Yo puedo cambiar, ¿verdad que sí puedo?”, pregunta, luego, clava su mirada al piso y se limpia de nuevo algunas lágrimas.

“Es triste vivir solo”, comenta al clamar a Dios su mayor deseo: Pasar la Noche Buena y la Navidad con su madre, sus hijos y hasta con los nietos que no conoce.

Cuando se repone de la emoción, se levanta, toma su carrito de trabajo y lo empuja hacia afuera de su casa, para perderse en el polvoso canal para vivir igual, un día más.
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