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Ciudad Juárez.— Lejos de llegar al edén prometido, sin cubrir sus necesidades básicas, la familia fracturada y eventos violentos que los pueden llevar a sufrir un trauma migratorio, 2 mil 850 migrantes menores de edad esperan en México por asilo político en Estados Unidos.
De los migrantes retornados de territorio estadounidense a Ciudad Juárez, 30% son menores de edad acompañados por uno de sus progenitores; el otro se quedó en su lugar de origen, al igual que hermanos, abuelos y demás familia.
Es el caso de Ronald, de 11 años, quien salió de Honduras hace más de dos meses y dejó allá a su madre y a sus dos hermanas, “una grande y una pequeña”, dice agachado y al borde de las lágrimas.
Llegó con su padre a Juárez hace dos meses, no sabe cuánto más durará la espera, el número 15 mil no le dice gran cosa, pero es consciente de que representa algo importante: la cita para ir ante la Corte de Estados Unidos. Sin embargo, desconoce el tiempo que esto representa.
El pequeño tiene la ilusión de trabajar y ayudar a su papá, pero anhela principalmente “estudiar en el colegio”. En cambio, para Cristian, niño guatemalteco de ocho años acompañado de su padre, el objetivo de llegar a Estados Unidos es “trabajar en la construcción” y, aunque no le gusta la escuela, aseguró que sí quiere aprender a leer.
La situación de Samuel no es muy distinta, a sus siete años de edad le ha sido fácil crear lazos con el resto de los niños que se refugian en la casa de El Buen Samaritano, donde se divierte jugando con un bote o palos de escoba mientras espera tener acceso a mejores juguetes, hablar inglés y hasta ir a la escuela, al menos eso fue lo que su madre le prometió cuando salieron de Honduras hace más de tres meses.
De acuerdo con los datos del Instituto Nacional de Migración (INM), Ciudad Juárez ha recibido el mayor número de retornados hispanoparlantes. El martes arribaron 288 que vienen a sumarse a los más de 9 mil 500 ya existentes. De este total, casi 3 mil son menores de edad.
Sin saber lo que les depara el futuro, los menores de edad salen de sus lugares de origen aterrados por la realidad que les toca vivir, “nosotros estábamos amenazados”, dice Michelle, de 11 años.
La pequeña juega con un teléfono celular mientras observa a su hermana de seis años corriendo en el patio con otras niñas; ellas dos, su hermana de 16 y sus padres salieron huyendo de Nicaragua.
“Aquí el calor está horrible y en la noche está peor”, comenta mientras se cubre la cabeza para protegerse un poco de los rayos del sol. “Ahora está medio nublado”, indica.
Michelle desea llegar a Estados Unidos y tener una oportunidad para estudiar, “me gusta eso de los viñedos y las plantas”, comenta; sin embargo, no se siente segura de que podrá hacerlo: “He escuchado que están batallando mucho para llegar allá arriba”, platica.
Los menores de edad salen de sus lugares de origen con la ilusión de arribar a Estados Unidos, aprender inglés, tener mejores juguetes, casas y condición de vida, pero sus padres no les hablan de lo difícil que será la travesía, el trato que reciben en los centros de detención, las largas horas de encierro en un refugio o del riesgo de una separación.
Los efectos emocionales. Los niños en esta situación sufren de un “trauma migratorio”, el cual está configurado esencialmente como un trauma de identidad con efectos sintomatológicos de angustia, ansiedad, tristeza e inseguridad, explicó a EL UNIVERSAL la especialista Amaranta Ávila Alba.
La maestra en Psicoterapia Clínica argumentó que los eventos traumáticos que los niños migrantes sufren pueden causar efectos sicosociales importantes: “Hablamos de niños tímidos y angustiados, cuyo vínculo de apego queda dañado, sobre todo si son separados de sus padres, aunque sea de forma temporal”.
Ávila Alba recordó que los menores de edad son sacados de su primer contexto, es decir, el familiar, situación que les impide desarrollar una identidad sólida. Asimismo, son extraídos de un contexto social en el que tenían cubiertas sus necesidades básicas y de autorrealización.
“Los niños en situación de migración no tienen hábitos o rutinas definidas, un territorio con el que se sientan identificados y desconocen qué va a pasar o dónde van a estar el día de mañana”, explicó.
Añadió que los diferentes eventos traumáticos y violentos que viven los menores migrantes desde el momento que salen de sus viviendas, de su entorno y dejan parte de su familia, generan una fisura que podría tener repercusiones en su vida adulta y que, en algunos casos, es observable desde este momento.
“Hay niños que no se quieren despegar de sus papás y lloran cuando los dejan solos aunque sea para bañarse; otros son muy callados, casi no juegan ni platican con nadie”, comentó una de las voluntarias del albergue El Buen Samaritano.