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Este año hay una habitación vacía en la choza que habitan los integrantes de la familia Rojas Zavala; en ella, una cómoda endeble en el piso de tierra aplanada sostiene una veladora, un vaso de agua y una biblia.
No hay fotografías, pero no hacen falta: a Luis Alberto, su madre y sus hermanas lo recuerdan todos los días. Su padre no quiere hablar de ello, piensa que podrá olvidar.
Ocurrió el pasado 27 de marzo, a las 16:00 horas. La noche anterior, Luis Alberto le pidió a su madre, Clara, ver una película juntos. Al día siguiente, un miércoles, el joven le dijo a sus hermanas menores, Teresa de Jesús y María Guadalupe, que iba a emprender un viaje muy largo del que no iba a volver.
Se encerró en la habitación con paredes de madera, piso de tierra y techo de tejabán, el cual compartía con las niñas y con su hermano César. Ahí, frente a una imagen de la Virgen de Guadalupe, Luis Alberto, de 17 años de edad, se ahorcó.
“Mi hijo se suicidó por falta de empleo y porque le cerraron las puertas”, cuenta Clara, de 42 años de edad, sentada en una de las dos habitaciones de la casa, las cuales la familia ha dividido con cortinas y huacales para utilizarlas como cocina, comedor, taller, dormitorio para las niñas y otro para los padres.
“Mi hijo buscaba trabajo, pero siempre me lo rechazaban. Tenía trabajo en el carretón de la basura, pero le empezaron a ofrecer drogas y mejor se salió. Empezó a buscar [empleo] en el mercado como repartidor de agua, o para hacer labores de albañilería con los vecinos.
“Yo no sabía lo que iba a pasar, él se estaba despidiendo desde hace tiempo”, relata Clara.
Durante cuatro ciclos escolares, EL UNIVERSAL ha visitado a los Rojas Zavala para seguir su historia y la lucha de María Guadalupe y Teresa de Jesús (Mary y Tere, como les dice su mamá) por continuar en la escuela, así como la manera en que enfrentan la pobreza de la que no han podido salir.
Su principal fuente de ingresos es la venta de figuras de fomi que Clara elabora, mientras que el padre sale a vender a la calle, lo cual puede generarles 400 pesos por semana.
El recurso les alcanza para comprar tortillas, arroz, frijoles, jitomate, cebolla, papas, huevo y chiles; cuando la venta es buena, adquieren retacería de pollo para hacer caldo.
El otro ingreso de la familia lo aporta la hija mayor, Adela, y su pareja, Uriel, quienes ganan 600 pesos semanales cada uno por trabajar en una tlapalería. El recurso, sin embargo, lo destinan para la compra de pañales para sus tres bebés.
Clara asegura que su familia no vive en pobreza, sino que son personas humildes. Piensa que lo que necesitan para salir de esta situación es un apoyo gubernamental que les permita poner un taller para ampliar la producción de manualidades o para vender comida.
“Soy madre trabajadora. Estamos haciendo manualidades, luchando por darles lo mejor [a sus hijas].
“Son cosas de la vida que a mí me pasaron: nunca tuve un pensamiento de decir: ‘Ya no voy a tener hijos’, nunca supe cómo cuidarme. Mis estudios nunca los terminé y el hambre nos hizo salir adelante”, dice.
Tanto ella como sus hijos y esposo están ilusionados porque piensan que con el presidente Andrés Manuel López Obrador se podrá regularizar el asentamiento donde viven, ubicado en La Esperanza, en las inmediaciones de Chimalhuacán y Nezahualcóyotl, Estado de México, al lado de las vías del tren.
La familia está conformada por 16 personas: los padres, Julio Rojas, de 50 años, y Clara, de 42, quienes viven en la misma casa con sus hijos: César (22), Adela (18), su pareja Uriel, y los hijos de ambos: Arturo (tres), Annifer (dos) y Dominique Uriel de un mes de nacido, además de Teresa de Jesús (14), María Guadalupe (10) y Juan Manuel (tres).
Aunque no viven con ellos, también conforman la familia el hijo mayor, Jesús (23), su pareja Viviana y la hija de ambos, Yatziri, de ocho meses de edad. Abisail (15), quien vive con sus abuelos y estudia el segundo grado de secundaria. Beatriz, la madre de Clara (56), se mudó con otro de sus hijos por la situación económica de Clara y Julio.
Este año, el suceso que trastocó la vida de la familia fue la muerte de Luis Alberto. Desde entonces, Mary no ha vuelto a entrar en la habitación que antes compartía con sus hermanos. Tere no olvida la escena, pues fueron ella y su padre quienes encontraron el cuerpo: “¡Mamá, mi hermano está colgado!”, le gritó a Clara tras el hallazgo.
“No [le] tengo confianza de nadie como la que le tenía a mi hermano. Llego y me encierro en mi cuarto, hablo por teléfono y hago el quehacer, trato de olvidar lo que pasó. El último abrazo que nos dimos fue el 31 de diciembre, él me daba muchos consejos y me llevaba a distraerme para olvidar mis problemas. Me da tristeza porque sus promesas se fueron al aire”, recuerda Tere.
“A veces me siento triste porque no está mi hermano, me da miedo entrar [al cuarto] porque ahí falleció. Le dije a mi papá que no quiero que nadie se muera, me dan miedo las funerarias. Quisiera que no volviera a pasar lo mismo, que mi papá no recuerde porque empieza a llorar. Quisiera que mi familia cambiara”, cuenta Mary, quien pasó a quinto grado de primaria con un promedio de ocho y cumplirá 11 años el próximo 28 de agosto, dos días después de haber regresado a clases.
Tere terminó el año escolar con siete de promedio y recién cumplió 14 años. Ambas atribuyen la caída de sus promedios a que, nuevamente, se ausentaron de clases por cuidar a su hermano y sobrinos y por la muerte de Luis Alberto.
Desean continuar estudiando, pues piensan que es la única manera para salir de la pobreza.
“Quiero terminar [los estudios] para comprarme un departamento. Deseo trabajar en una papelería o trabajar de policía y de ahí juntar [dinero]. Siempre he querido terminar la escuela, no quiero pasar lo mismo que mi familia”, dice Mary.
Teresa de Jesús, quien este año comenzó a pintarse las pestañas, utiliza collares y pulseras, se ha refugiado en el metal y el gótico. A punto de entrar a primero de secundaria, confiesa que ya no desea convertirse en militar, sino estudiar cursos de belleza para ser estilista.
“Quiero terminar la escuela para tener algo mejor y no tener lo mismo de siempre. Si sigo así, no voy a salir nunca, y si llego a tener hijos, van a estar igual que nosotros. Quiero seguir estudiando para ver hasta dónde llego y hasta dónde me deja terminar el dinero”, comenta.
Por primera vez desde 2016, las niñas no sonríen cuando se les pregunta respecto a sus sueños y aspiraciones. Antes, les ilusionaba terminar la escuela para buscar una carrera y pedían apoyo económico para comprar sus útiles y uniformes escolares, inversión de alrededor de 2 mil pesos, que para la familia implicaría, cuando menos, un mes completo de trabajo.
Hoy lo que quieren es que sus padres tengan empleo, que su familia se lleve mejor, que nadie más muera. De un año a otro, de la infancia a la adolescencia, su perspectiva cambió. “Sueño con que mis papás tengan un trabajo fijo para que les paguen bien y que nos apoyen para comprar nuestros útiles, pero eso nunca va a pasar”, finaliza Mary.