Todos los días Rosa Guillén recorre los parques ubicados en la tercera sección de Tlatelolco y avienta pan molido para alimentar a las palomas del lugar. Es uno de sus hobbies favoritos.

“Me relaja y me gusta imaginar que en algunos pájaros están las almas de los jóvenes que murieron aquí, en el 68”, dice con tristeza.

Rosa, como le gusta que le digan, tenía 16 años cuando se desató el movimiento estudiantil del 2 de octubre de 1968, trabajaba como secretaria en un despacho de abogados en la delegación Cuauhtémoc.

“Mis papás me dejaban trabajar porque vivíamos en Tlatelolco y me quedaba cerca, a veces, de regreso, me tocaba ver los mítines o las marchas, ignoraba un poco a los estudiantes, era muy apática”.

El departamento de la familia Guillén estaba en el segundo piso del edificio 15 de Septiembre, frente a la iglesia de Santiago Tlatelolco, a un costado del Chihuahua.

Rosa vivía con sus papás y dos hermanas menores.

El 2 de octubre, Rosa salió temprano de su empleo y llegó a su casa antes de las 14:00 horas. “Ya había estudiantes en la plancha y gente en el tercer piso del Chihuahua, vi a muchos vendedores ambulantes, señoras que iban con niños chiquitos, fue muy feo”, recuerda.

La mujer, de 66 años, comenta que se quedaron sin luz, por lo que buscó un radio de pilas porque no le gustaban los discursos de los estudiantes. “Me aburrían, no entendía lo que pedían y en el trabajo mis jefes no los bajaban de ‘chamacos revoltosos’; eso sí, admiraba toda la unión que hubo, pero nunca me entusiasmé con el movimiento ni fui a las marchas”.

No recuerda a qué hora empezaron a escuchar los balazos: “Eran unos tronidos horribles, no recuerdo gritos porque en mi cabeza retumbaban sólo las balas, estábamos las cuatro abrazadas [ella, su madre y sus hermanas], rogando porque llegara mi papá y no le pasara nada”.

El señor Guillén llegó después de las 10 de la noche porque no lo dejaban entrar a su casa. “Estaba pálido, nos contó que había mucha sangre y que vio hartos zapatos en el piso, tuvo que rodear para entrar porque la explanada estaba cercada, le pedían identificación, no me acuerdo si lloró, pero sí que estaba asustado”.

Más tarde, se escucharon golpes en la puerta de su casa: eran jóvenes que pedían auxilio.

“Yo no quería que entraran, pero mi papá dijo que podíamos ser nosotras, que eran jóvenes como yo”, fue así como el departamento de dos recámaras se llenó con casi 15 estudiantes que pasaron ahí la noche.

“Mi papá empezó a platicar con ellos, me acuerdo mucho de un chico que tenía 14 años, que tampoco era universitario. Se dedicaba a bolear zapatos y en la corredera perdió su cajón. Me quedé con mis hermanas en un rincón de la sala, no sé si no revisaron el departamento, me quedé dormida, fue por el miedo”, cuenta.

Cuando Rosa despertó, los jóvenes huéspedes ya se habían ido. “Mi papá y yo no fuimos a trabajar, pero acompañamos a mi mamá a dejar a mis hermanas a la escuela, teníamos que atravesar la plaza y estaba todo limpio, el piso mojado, no había zapatos o ropa, nada de lo que mi papá nos había contado. Eso sí, el ambiente era muy pesado, había un silencio muy incómodo que todavía pesa en Tlatelolco”, afirma.

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