Dentro de las casas, a pie de playa, afuera del poblado, desde hace décadas se esparce un olor insoportable en Guaymas, Sonora. Ningún olfato termina por acostumbrarse, ni siquiera el de pescadores artesanales como José Presiche, de estatura baja y piel curtida.

Presiche, El Pichi, nos llevó al origen del hedor en esta parte del mar de Cortés o golfo de California: el puerto vecino de Empalme, alejado de la zona turística. Junto a sus trabajadores empujamos la panga y surcamos aguas con grandes manchas de grasa, hasta acercarnos a las “purineras” (harineras).

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En las playas de Empalme, Sonora, la grasa que generan las plantas procesadoras de sardina forma bolas del tamaño de pelotas de tenis.

Ahí otro de los pescadores, José Abraham, señala las plantas procesadoras que secan en hornos a las sardinas que terminarán transformadas en aceite o harina. “¡Tuvieron el error de construir las procesadoras de harina dentro de la bahía!”, recalca Presiche.

En 1930-1940 empezó la pesca de sardina entre Ensenada e Isla Cedros, Baja California; le siguió Bahía Magdalena, en Baja California Sur, y a fines de los 60 arrancó la sobreexplotación, de acuerdo con la fallecida antropóloga Shoko Doode Matsumoto.

La actividad descontrolada llevó a la caída de la población de sardinas, clave del equilibrio ambiental, debido en buena medida a que la industria ganadera demandó la harina para la engorda. El negocio creció y China es hoy su principal cliente, indica la Secretaría de Economía (SE).

La sardina es un pez de mar abierto, llamado pelágico menor. Además de ser alimento de mamíferos, otros peces y aves marinas, tiene un valor nutricional importante para el ser humano; no obstante, la Comisión Nacional de Acuacultura y Pesca (Conapesca) impulsó a las sardineras, al otorgarles subsidios por más de 200 millones de pesos entre 2010 y 2017, según información obtenida vía la Ley de Transparencia. Los resultados son positivos para los empresarios, pero negativos para el medio ambiente, los consumidores y los recursos públicos.

El doctor Exequiel Ezcurra, de la Universidad de California, en Riverside, cuestiona: “¿Cuál es la lógica de que paguemos impuestos para que un barco saque sardina de gran valor alimenticio y se la demos de comer a vacas, pollos y cerdos?”.

Mario Aguilar Sánchez, comisionado nacional de Conapesca, respondió a este diario que “los incentivos tienen un alcance directo al consumidor final; para beneficio y protección de la economía de los 130 millones de mexicanos”. Subrayó que la harina se emplea principalmente en la acuacultura y no en la ganadería, mientras que la clase de sardina que se destina a la producción de harina, como la piña, no es apta para consumo humano por el tamaño de sus espinas.

Expuso que en los debates en la Organización Mundial del Comercio (OMC), “a la fecha los expertos no se han puesto de acuerdo en la definición de los impactos de las subvenciones, por lo que al no existir una definición tan básica, tampoco se ha avanzado en acordar si deben ser eliminados, ni cuáles”.

Aguilar Sánchez añadió en cuanto a la contaminación por los desechos de las plantas que la industria sardinera de Sonora y Sinaloa cuenta con firmas certificadas por la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) como “empresa limpia”. En 1988-1989, el esfuerzo pesquero (número de días en que los barcos pescan) fue el más alto y al año siguiente inició un declive que culminó en las temporadas de 1991-1993. Esta caída, de cerca de 300 mil a 7 mil toneladas, marcó el primer colapso de la pesca de sardina. Ezcurra señala dos causas: la pesca intensiva y el calentamiento del Pacífico en 1992. El fenómeno de El Niño afecta a la especie porque requiere las corrientes de agua fría del fondo del mar, llenas de nutrientes, para reproducirse. La sardina puede tolerar cambios de temperatura, pero si se “suma una pesquería extremadamente intensa, el colapso es muy tenso y de difícil recuperación”, asegura. Puntualiza: “Hay un ciclo de seis años, sube y colapsa, que no existía. Las oscilaciones son cada vez mayores. Es una curva exponencial que hará crack”, no sólo para la sardina, sino para otras especies, recalca a su vez Octavio Aburto Oropeza, profesor de la Scripps Institution of Oceanography, en San Diego.

Cada año arriba medio millón de aves a la Isla Rasa en el golfo, entre ellas la gaviota ploma y el charrán elegante, que ya no encuentran con facilidad el alimento que requieren para sus polluelos, lo que los ha obligado a emigrar a California, donde la pesca de sardina está regulada.
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La flota pesquera en Baja California, Baja California Sur, Sinaloa y Sonora está formada por 95 barcos, según Conapesca. Cada uno almacena de 80 a 250 toneladas y opera más de 10 días en cada salida. En México se extraen 533 mil toneladas de sardina en promedio por año, equivalentes a 42% de la pesca nacional, generando 480 millones de pesos (mdp), exponen datos de Conapesca.

Pero la verdadera ganancia está en la harina. El 75% de la captura se destina a la misma, mientras que 80 mil toneladas anuales se convierten en 3 millones de latas, precisa el análisis Estructura territorial de la actividad pesquera en Guaymas, Sonora, de Gonzalo Yurkievich y Álvaro Sánchez (UNAM, 2016).

La SE registró un alza en las exportaciones y 2018 sería un año récord. Los científicos dicen que mientras una tonelada de sardina cuesta 50 dólares, la de harina llega a 2 mil, pero se pierde 60% de la biomasa.

Los 257.5 mdp en subsidios se repartieron para “modernización de embarcaciones” (53%) y “diésel marino” (47%), rubros fuera de los acuerdos internacionales de sustentabilidad firmados por México. Sonora recibió 66%, Sinaloa 22.8%, Baja California 7.2% y Baja California Sur 3.7%. Según el delegado de la Cámara Nacional de la Industria Pesquera en Sonora, León Tissot, “no es un apoyo que podemos decir que sin él no sobreviviría la industria. Lo dan ciertos meses del año”.

Hay 28 empresas que reciben recursos para modernización y 50 para combustible. La más subsidiada es Mazinsa con 41 concesiones desde 2000, según el Portal de Obligaciones de Transparencia. En su página web, afirma que es “la productora más importante de harinas de pescado”. Pertenece al Grupo Pinsa, cuyo presidente es Eduvigildo Carranza Beltrán; obtuvo 64 mdp (24.8%) del total; produce 35 mil toneladas anuales de harina, 15 mil de aceite y 12 mil de sardina entera, mediante Mazinsa y Sardison.

La segunda es Grupo Guaymex, con 38 concesiones y 28.5 mdp (11%), distribuidas entre sus operadoras Pesquera Costa Roca, Productos Pesqueros de Matancitas, Pesquera Ptacnik y Ptacnik. Antonio de la Llata, director de Grupo Guaymex, señaló que sin los incentivos “quedaríamos en desventaja con nuestros productos, lo que por consecuencia pone en riesgo los empleos directos, indirectos y el pago de impuestos”.

Etiqueta azul

En 2006, las sardineras iniciaron una certificación ecológica con el Marine Stewardship Council (MSC), organismo no lucrativo con sede en Londres que les entrega una etiqueta azul, “coherente” con las normas de la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). La etiqueta avala que cuidan el futuro de la población marina y garantizan el suministro y la gestión.

Luis Bourillón, representante del MSC, apuntó que la pesca “ha pasado por un proceso riguroso de revisión”, en el que aún hay 16 puntos por mejorar. Pero Ezcurra, quien integró el “grupo de interesados” en dicho proceso, dice que “empezaron a certificar sardina cuando encontraron que había colapsado. Certificaron la captura de 600 mil toneladas al año como sustentable. Es decir, 20 estadios Azteca llenos de sardina. No es sustentable bajo ninguna perspectiva”.

Aburto Oropeza añade que la certificación no incluye criterios sociales, como el desperdicio de la sardina, cuyo valor industrial por un kilo (cerca de 20 ejemplares) es de un peso, mientras que la pesca artesanal cotiza en un peso cada pieza.

*Iniciativa de periodismo y ciencia, dataMares. datamares.ucsd.edu

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