Hace pocos días, el Congreso del estado de Oaxaca aprobó una enmienda a una norma local para prohibir la venta de refrescos y comida chatarra a menores de edad.

Esta medida —que otros estados quieren imitar y que algunos legisladores federales quieren llevar a escala nacional— ha detonado un feroz debate en los medios de comunicación y las redes sociales. Para los defensores de la prohibición, se trata de un acto de vanguardia en defensa de la salud pública, propio de un país escandinavo. Para sus críticos, se trata de una acción perfectamente fútil que no tendrá ningún efecto sobre los patrones de consumo de la población, además de ser una intromisión tiránica del Estado en la vida de los individuos.

¿Quién tiene razón en esta discusión? No lo sé de manera categórica, pero permítanme plantear un marco para juzgar el asunto:

1. Es necesario abandonar la idea, muy socorrida en círculos libertarios, de que las prohibiciones no alteran el comportamiento de los consumidores. Si el Estado prohíbe algo, total o parcialmente, reduce la disponibilidad de ese bien o servicio. Eso le impone un costo al consumidor, ya sea directo (por la vía del precio) o indirecto (por la vía de la comodidad de acceso). Eso disminuye el consumo del bien o servicio prohibido o restringido. Contrario a la opinión de algunos, la prohibición del alcohol en Estados Unidos es un buen ejemplo de este efecto: el número de muertes por cirrosis hepática (una medición indirecta del consumo de alcohol) disminuyó en una tercera parte entre 1919 y 1933.

2. ¿Entonces cuál es el problema con las prohibiciones? Uno muy sencillo: tienen costos. Es indispensable gastar para hacerlas cumplir. Se necesita un aparato de inspección para obligar a los ciudadanos a cumplir con la norma. En algunos casos, esto puede llegar a requerir el uso del brazo coercitivo del Estado (policías, fiscalías, tribunales y prisiones). Por otra parte, las prohibiciones, si muerden, tienden a generar mercados negros y estos pueden producir corrupción y violencia (no siempre es el caso: por ejemplo, no hay violencia asociada a la venta sin receta de antibióticos). A esto, hay que añadirle costos intangibles: a) la restricción de libertades individuales, y b) la pérdida de respeto a la ley ante la posibilidad de un incumplimiento masivo.

3. Dado lo anterior, analizar la pertinencia de una prohibición pasa por un análisis comparado de costos y beneficios. En términos esquemáticos, la prohibición de un bien o servicio solo se justifica si genera un beneficio social (producto de la disminución del consumo) mayor que los costos que impone. Asimismo, debe tener efectos positivos más marcados que otras alternativas menos onerosas en términos presupuestales y de libertades individuales (por ejemplo, el establecimiento de un impuesto especial o una campaña educativa). Y para ese análisis, se necesita considerar el contexto social (¿sobre quiénes recaerían los costos de una prohibición?), institucional (¿qué capacidades reales tiene un aparato gubernamental para hacer cumplir una prohibición?) y cultural (¿la prohibición en cuestión está alineada a las normas sociales de la comunidad?). Hay que reconocer además que, en una reflexión de este tipo, la incertidumbre predomina: no necesariamente conocemos a priori los costos y beneficios de una prohibición.

Regresando al caso oaxaqueño, ¿es buena o mala idea prohibir la venta de la comida chatarra a menores de edad? Intuitivamente creo que no, pero realmente no lo sé. Sin embargo, me queda claro que es una pregunta a la que hay aproximarse desde la evidencia empírica y no desde el prejuicio ideológico.

Google News