Alex Reyes

Alice Munro: Una cuentista que abordó la violenta naturaleza de la condición humana

Alice Munro: Una cuentista que abordó la violenta naturaleza de la condición humana
01/05/2020 |13:32
EL UNIVERSAL San Luis Potosí
RedactorVer perfil

Foto: Corbis

«Estaba aprendiendo, con bastante retraso, lo que muchas personas de su entorno parecían saber desde la infancia: que la vida puede ser plena sin grandes éxitos». Demasiada felicidad (2009).

Tres niños encuentran dentro de un coche a su vecino, un optometrista que, sin saber cómo, ha muerto y el futuro del cuerpo depende de cómo cuenten lo que han visto; una mujer viuda y con cáncer, a la que su esposo la ha dejado en el hogar de su exmujer, recibe en su casa a un hombre que le pide revisar los fusiles sin saber que, muy en el fondo, le ha mentido y huye porque acaba de matar a toda su familia; una matemática rusa, Sofía Kovalevski, que regresa a la decimonónica Europa en busca de una universidad que le permita dar clases, tendrá que pugnar entre la igualdad de hombres y mujeres, a través de un itinerario arduo y conmovedor que aventura cómo era ser mujer hace más de un siglo. Estas son el tipo de historias que escribe Alice Munro.

Siempre prevalece, en Munro, el deseo de contar lo incontable, de llevar vidas insustanciales a momentos decisivos, violentos y demoledores, situándolos en encrucijadas de las que parecieran escapar solo sus sentimientos. Su forma magistral de narrar, la técnica discreta, pulcra, crítica y las transmutaciones que sufren sus personajes, no solo la hacen una escritora excepcional, sino también una persona de espíritu justo y determinante. La han catalogado, incluso, como la Chéjov canadiense y aunque agradece la comparativa, prefiere que la reconozcan simplemente como Alice Munro.

Descubrí a Munro bastante tarde, ya había ganado el Nobel de Literatura y sus compatriotas Anne Carson y Margaret Atwood pasaban de lado. La maravillosa distopía de El cuento de la criada y Hombres en sus tiempos libres seguían su propio cauce, alejando a sus autoras del galardón que parecían tener seguro. He tenido la oportunidad de hablar dos veces con ella y las respuestas a todas las preguntas parecieran estar inmersas en su último libro Todo queda en casa, con el que se despidió de la tarea de escribir. Se trata de la recopilación de sus mejores cuentos, que ella misma ha seleccionado y que Lumen editó para reunir una vida entera dedicada a la literatura.

Aunque pensé que descubrirla fue un acierto que pronto pasaría desapercibido, el resultado fue una serie de encuentros inusitados en bibliotecas, librerías y mesas de algunos amigos. Una de las tardes en que solía comer con Elena Poniatowska, advertí que en sus libreros se asomaba el lomo de un ejemplar, era blanco y de letras rojas. Más tarde, mediado por la curiosidad, supe que se trataba de The view from Castle Rock, otro título de Munro que había perseguido durante mucho tiempo. Aquella tarde no solo propició una larga charla sobre esta escritora canadiense, en la que sobresalieron sus distinciones y el gran dilema que surgió cuando la Academia premió a una cuentista, un género abandonado y al que siempre le han restado importancia, sino que, además, recibí uno de los libros de Munro: El amor de una mujer generosa. El cuento homónimo de más de setenta hojas -quizá uno de los más largos de la autora-, no solo era capaz de generar una profunda y avasalladora tristeza, también tenía la capacidad de despojarte de la realidad e incrustarte como un espectador en la historia con la que abrí las primeras líneas de este texto.

«Quiero que mis cuentos conmuevan a las personas; no me importa si son hombres, mujeres o niños… quisiera que el lector, al terminar un cuento, sintiera que es una persona distinta», manifestó Munro en la entrevista que hizo a modo de discurso cuando le fue entregado el Premio Nobel de Literatura en 2013. Es imposible no ser otra persona cuando la realidad resulta violenta y de dimensiones inimaginables. Historias como Tren, en la que un padre decide ponerle fin a su vida porque se siente atraído por su hija o Amundsen, donde una maestra, profundamente enamorada de un médico, se sigue recordando día a día el amor que profesa, aunque evita recordar que fue este hombre quien la abandonó cuando estuvieron a un paso de casarse, e incluso Las lunas de Júpiter, la historia de una mujer que debe atender una cirugía que pone en riesgo la vida de su padre, al que la vejez lo ha vuelto más arrogante y testarudo, al punto de negarse rotundamente a hacerlo, y que, luego de meditarlo, se da cuenta de que la muerte no es tan mala como parece; ahora es en ella quien prevalece el miedo a perderlo, aunque en el fondo sabe que nunca lo ha tenido. Son historias de personas comunes y corrientes que nos rodean a diario, de vidas que se comparten en arrabales inimaginables y a los que solo Munro, con extrema sutileza, ha logrado retratar.

Cualquiera tacharía a Alice Munro de sentimentalista y arrogante, de ser una mujer con cierta frivolidad interiorizada y que despliega sus historias con un trasfondo en el que los hombres son quienes pagan los platos rotos. No obstante, la realidad dista mucho de nuestras pretensiones y especulaciones sin sentido. Munro aborda sus historias de modo que el amor, la ironía, la tragedia y la tristeza siempre reflotan sobre un mar hosco y rodeado por pequeños remolinos que no son sino los desaciertos de la vida diaria. Se trata, de cierto modo, de entender que el amor nos eleva y nos hunde, de saber que la tristeza nos sacude y fortalece, como también la ira nos arruina y nos hace valerosos, y cómo la tragedia nos dinamita, pero al mismo tiempo nos reconstruye.

Pareciera que Munro nos regala finales abiertos, aunque no es estrictamente así: los personajes son tan humanos, con vidas tan irónicamente parecidas a las nuestras, que siguen su propio camino, como sombras bajo el crepúsculo, hasta que se funden en la bruma, como lo hace cualquiera de nosotros. Es imposible reconocer dónde estamos cuando permanecemos inmersos en la oscuridad, hasta que de pronto pasamos a formar parte de ella. Lo mismo sucede con Munro y sus personajes. Seguro seguirán con sus vidas, alejados de la ciudad, encargándose de sus granjas mientras abrazan su soledad y llevan de paseo sus almas huérfanas, esperanzas y sueños, en tanto se releen en el mundo sus historias creadas con brillante sencillez.

Munro ha puesto fin a su tarea como escritora. Es muy probable que, en algunos años, cuando se siente y hojeé sus libros, no solo la asalte la nostalgia de saber que sus personajes continuaron sus vidas cerca de las costas de Canadá, siendo tan normales como siempre, sino que, además, recordará que las vidas «normales» están atiborradas de complejidades de las que nadie –antes de ella- se atrevió a contar. Entonces recordaremos cómo fue que algo tan mínimo, e incluso –aparentemente- insignificante, nos hizo repensar nuestras vidas y tratar de comprender la briosa capacidad que tiene el porvenir para volcarse frente a nuestros ojos. Historias que fueron creadas por una mujer que mientras atendía a sus tres hijos y se encargaba de sus granjas, se dedicó a abordar magistralmente la violenta naturaleza de la condición humana.

Para despedir este texto, cierro con una de sus frases más representativas:

«Recuerda que cuando un hombre sale de su habitación, se lo deja todo en ella: cuando una mujer sale, se lleva todo lo que ha ocurrido allí».

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