Alex Reyes

Indiferentes

27/02/2023 |13:02
EL UNIVERSAL San Luis Potosí
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Hace algunos años, al finalizar una conferencia —que giraba en torno a la depresión— la gente aplaudió como muy pocas veces. Digo «como muy pocas veces» porque fueron precisamente pocos quienes sacaron las manos de los bolsillos. Hubo algunos que salieron antes y otros que jamás llegaron. A la fecha hay quien nunca supo que aquello tuvo tiempo y lugar. Que dos personas, en un auditorio, hablaron durante una hora acerca de cómo la gente pasaba día y noche postrada en la cama, de cómo perdían peso, el ánimo, el deseo y las ganas de hacer posibles los días. Los ponentes usaban palabras como «abulia» o «anhedonia» que a mí me sonaban a cosas que poseían una fuerza salvaje y una violencia casi demoledora. Que después confirmé que no solo eran así, sino también mucho peores. Hace unos meses, luego de terminar una entrevista, paseé por el centro Coyoacán. Era sábado. Hacía calor y la cantidad de gente era alucinante. Agobiado, me senté y fui a encontrar mi propia desgracia. Leí, en Facebook, el texto de algunas imágenes cuyo tema giraba en torno al dolor ajeno y al agravio que suponía abandonar al otro en un momento de indefensión. El público virtual, tan desemejante —en apariencia— al del auditorio de hacía unos años, parecía entenderlo demasiado bien. Pensé, no sin cierta inquietud, que era cierto que los tiempos cambiaban. Entré a fondo en los comentarios y la decepción vino en forma de cataclismo. Comentaban más quienes, al parecer, nunca habían padecido aquel mal, que quienes llevaban el problema a cuestas. Ese tipo de gente, la que se colgaba la capa, dejaba comentarios sobre cómo ayudar o, simplemente, se ponían a disposición de los demás. «Aunque no sepa quién eres, estoy para ayudarte», leí con repulsión. Me pareció, en principio, una falsedad. Tiempo después, aún más. Luego estaban, claro está, los que no opinaban, los que veían desde el resquicio del desdén. Aquellos que nunca dirán nada, no porque no tengan algo bueno que decir, sino porque simplemente no quieren hacerlo. Con los meses, repasando aquello, preguntándole a amigos, conocidos, leyendo y viendo los comentarios de aquella y otras imágenes, es posible que nada haya cambiado demasiado. A menudo me digo: «Cuidado con quien desea darlo todo, porque en el fondo no desea dar nada». Aquella tarde, regresé al departamento aturdido y pensando que ese virus mortal, llamado indiferencia, estaba oculto en todos, incubado como el peor de los males. Se necesita mucho temple para ser indiferente. Y, no obstante, en el reparto es el papel menos complicado de interpretar.

Desde edad muy temprana, cuando leía los periódicos mexicanos —que siempre se han encargado de contar la miseria y desastre humanas— me sorprendía la frialdad con la que gente de mi alrededor desdeñaba la brutalidad de los hechos y el horror de la vida diaria. Gente a la que le daba igual si a dos cuadras, por la noche, había tenido lugar una masacre feroz o que, por la mañana, cuando todos dormían, a alguien se le hubiese ocurrido la idea de prenderle fuego a un perro. Aquello me parecía, a veces, de una época muy lejana y primitiva, y, sin embargo, siento la impresión de que poco ha cambiado. Que algo, alguien, nos libre de la facilidad de encarnar la indiferencia, de la atrocidad que conlleva reproducirla, de la desgracia que supone esquivar el dolor del otro y asumir que solo la vida —la nuestra— tiene el mérito de lo relevante. Vendrán tiempos mejores, me digo a veces, jugando a no ser pesimista. Es probable que esos tiempos lleguen y también que nunca lo hagan. Eso es lo mejor y también lo peor: tener algo en que confiar, aunque confiar implique —y casi siempre es así— asumir el riesgo de ser arrasados por la desilusión.

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