El conocimiento genera más conocimiento, no siempre adecuado: bombas atómicas. La información genera más información, no siempre pertinente: no vivimos en tiempos de información, pervivimos en la era del ruido. La sabiduría aumenta con lentitud, es un bien preciado, el cual, a diferencia de la información, es una construcción individual, no comunitaria. Las dos primeras son parte de la cotidianeidad; lo mismo sucede con la tecnología; nuevas tecnologías generan símiles, no siempre idóneos. De ahí la siguiente afirmación: no existe una relación directamente proporcional entre mayores alcances tecnológicos y más felicidad.

La plastificación de los océanos, la desertificación, la catástrofe de Chernobyl, la tala de árboles, la desaparición de insectos, la inteligencia artificial, entre otras realidades, se vinculan con la tecnología y su uso, en ocasiones adecuado, otras veces nocivo. La siguiente pregunta es fundamental, ¿cuánta tecnología requiere nuestra especie y nuestro mundo?

La medicina es una de las grandes depositarias de nuevas biotecnologías. Algunos insoslayables: mayor longevidad y mejor calidad de vida en países ricos, aumento en el incremento de enfermedades crónicas, mayores tasas de suicidio y de soledad en personas mayores de edad, sobre todo en naciones ricas, mejor control de enfermedades infecciosas, cánceres curables, dolores casi siempre controlables y menor atención humana. Toda una mezcla de avatares: unos favorables, otros desfavorables. La Voz de los pacientes es insustituible: “Nunca se sabe todo lo que debe saberse”.

Vivir sin enfermedades es imposible. Pocos adultos tienen la suerte de fenecer sin haber padecido alguna patología. Algunos jóvenes pierden la vida por tumores u otras enfermedades; otros mueren sin haber sufrido, fenecen por la denominada muerte súbita, casi siempre secundaria a problemas cardiacos.

Me repito: vivir sin enfermedades es imposible. Sobran razones. El número de habitantes en el mundo crece sin cesar y los recursos médicos no alcanzan. Año tras año hay más habitantes desnutridos, la mayoría en países pobres. Así como es imposible negar los beneficios de la tecnología médica, es erróneo obviar los problemas asociados a su mal uso.

Hay una relación inversamente proporcional entre los alcances de los medios científicos y el humanismo: si bien ofrecen nuevas herramientas médicas, los galenos carecen de tiempo y de empatía. Frente al escritorio los pacientes confrontan una cruda realidad: no hay con quien dialogar. Así lo dicen, “Con mi médico no existía un diálogo entre sordos, lo que había era un monólogo con un mudo”.

Con la enfermedad todo cambia: miedo, ansiedad, fatiga, enojo se apersonan. Cambia la amistad, cambia el trabajo, cambia todo: antes deja de ser antes, el presente domina. Enfermar es normal. Abre puertas, invita a la persona a ser quien es. Invita a dialogar y permite hacer lo que no se desea hacer. La mirada se aguza, “La enfermedad no es sólo una metáfora, es la vida de ayer, de hoy, de mañana”.

Escuchar a los enfermos es gran escuela. Sus interpretaciones deben tomarse en cuenta. El final de la medicina se aproxima. Robots médicos, consultas a distancia e inteligencia artificial son presencias incontestables, algunas veces útiles, otras no. Como escribí al inicio: cada nueva tecnología tiene la posibilidad de generar problemas e incluso catástrofes. Concluyo al lado de Robert Burton. En Anatomía de la melancolía (1621), escribe: “La enfermedad, los achaques trastornan a muchos… quizás pudiera ser por el bien de sus almas… la carne se rebela contra el espíritu; lo que daña a una, necesariamente ayuda a la otra. La enfermedad es la madre de la modestia, nos recuerda que somos mortales”.

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