“He tenido una noche maravillosa. No ha sido esta”, dijo alguna vez Groucho Marx. Lo mismo podría señalarse acerca de la intención de reformar el Poder Judicial —maravillosa y necesaria—, pero con una iniciativa planteada en el momento equivocado, de mala manera y a las prisas.

Pasando de Marx a Lenin, me hace recordar eso que el revolucionario llamaba “la enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo”: una incapacidad de leer el contexto histórico y variar de táctica en función de las situaciones y acontecimientos que se van desarrollando.

Así lo creo porque la iniciativa de reforma judicial que el presidente presentó en febrero de este año se pensó en una coyuntura en la cual el balance de fuerzas en el Poder Legislativo le era menos favorable, y parecía necesario restarle influencia a un poder que, en la visión del presidente, obstaculiza algunas de sus iniciativas transformadoras.

Pero hoy el escenario es muy distinto: Morena y sus aliados no solamente están en condiciones de cambiar la Constitución a su antojo, al haber conquistado la mayoría calificada en la Cámara de Diputados y casi en el Senado. Pronto podrán poner a cuatro ministros de la Corte y tener mayoría. El poder que tendrán es enorme.

Si a esto se le suma esta extravagante ocurrencia —que no se ha hecho en ningún lugar del mundo— de sustituir el año próximo a todos los ministros de la Corte, jueces de distrito, magistrados de circuito, magistrados electorales y elegirlos por voto popular, el oficialismo estaría mostrando que no es capaz de autocontención.

¿Cuál es la necesidad de promover una acción a tal punto aventurada, intimidatoria, avasallante? ¿Cómo convencer al “club de países democráticos” o a los inversores internacionales —que eventualmente tendrían que dirimir un litigio que involucre enormes sumas de dinero—, que esto no es un intento de controlar políticamente al Poder Judicial? ¿Cómo persuadirlos de que este gobierno no cayó en una borrachera de poder y que esto no se perciba como un golpe blando?

La 4T representa una mayoría social que le confiere una gran legitimidad, pero una dosis mínima de realismo obliga a reconocer que no se puede desconocer a ciertos actores estratégicos para la gobernabilidad de un país; mucho menos ignorar lo que sugiere la famosa teoría de la dependencia estructural del Estado respecto al capital.

En un país como México, con una economía dependiente del capital internacional, donde la posibilidad de aprovechar las oportunidades que ofrece nuestra posición en el mundo obliga a ofrecer certidumbre jurídica a las inversiones, aprobar una iniciativa como esta —que podría percibirse como la destrucción de un poder de la federación por completo— es jugar con fuego de forma irresponsable.

Pero la reforma no solo es inviable por ser una enorme fuente de incertidumbre para los ricos. La verdad, tampoco es una reforma para los pobres —a quienes las instituciones de justicia suelen darles la espalda—, pues nada en ella tiene que ver con el acceso efectivo a la justicia, ni se plantea reformar el poder judicial local, donde se dirimen la mayor parte de los asuntos que afectan a la gente de a pie.

Si en 2018 AMLO inició su gobierno dando un golpe de autoridad al cancelar Texcoco —costoso, pero quizás necesario—, comprometer ahora a Claudia Sheinbaum a comenzar su administración con esta reforma sería como asistir a un festejo lanzando al aire 100 toneladas de dinamita. ¿Es esa la mejor manera de inaugurarse en el poder?

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