Si existieran psiquiatras para los países, el nuestro hubiese ya enriquecido a varios de ellos. La falta de vertebración de nuestro debate público es asombrosa. Los datos y la evidencia caminan por un lado y el discurso político y el ruido en las redes sociales, por otro. La falta de estructura y una secuencia lógica entre lo que se formula y se hace, nos habla de una ausencia de racionalidad en la decisión pública que explica, mejor que ningún otro factor, el subdesarrollo.

No ha habido tema más importante en este siglo que la violencia y el número de homicidios registrados en cada vez más entidades del país. Como si fuéramos una familia disfuncional, cada integrante aporta un argumento inconexo y delirante que es refutado por otro miembro de la familia sin atender a fondo el problema. El país discute así, qué es lo que hay que hacer con la violencia. Y, como ocurre en las familias, lo relevante es oponerse al pariente con el cual existe una añeja rivalidad y no ir al fondo de la cuestión. No importa cuál sea el argumento, de lo que se trata es de descalificar a quien lo dice.

Pero un país no puede darse el lujo de discutir así las cosas porque, aunque algo tenemos de familia y las rivalidades explican buena parte de la forma en que actuamos, no es lo mismo si hablamos de miles de homicidios cada año. Las viejas explicaciones que hasta ahora se han usado como argumento central para explicar la problemática, envejecen notablemente cuando, con un año de administración y varios años de condenar la llamada guerra contra el narco, los asesinatos continúan.

La administración anterior optó por un enfoque político controlado desde la Secretaría de Gobernación para contrastar con el enfoque policiaco y confrontador que auspició Calderón. La presente ha tenido un discurso titubeante que ha ido desde la justicia transicional, hasta la legalización de las drogas, pasando por una política de prevención del delito que genéricamente se conoce como “los abrazos” y el fracaso está resonando en las cifras con las cuales cerramos el año.

El problema lo han demostrado los colegas de Impunidad Cero en su más reciente informe. Cuando en México se constata que nueve de cada diez homicidios no tienen consecuencias legales podemos invocar todas las guerras del mundo (hasta la franco-prusiana) y culpar a los norteamericanos de todas las balas y ametralladoras que nos venden, pero el tema central seguirá siendo que, asesinar, como cometer cualquier otro delito, no tiene consecuencias. En el caso de Morelos, más del 99% y en el caso de la mayor parte de las entidades, las posibilidades de que te detengan después de matar a un semejante, son tan bajas como ganarte la lotería.

El estudio de Impunidad Cero merecería una lectura pormenorizada. Matar en México es un delito que, para todo efecto práctico, no es perseguido. Y ese es el origen de nuestros males. Por supuesto uno se imagina que cuando va a denunciar el robo de un coche, su celular o una extorsión, los agentes del ministerio público sonreirán leoninamente y dirán: “si no persigo homicidios, ya me dirá usted si voy a estar persiguiendo a quienes lo extorsionaron”. Y la pregunta central es si es un tema de voluntad política o no. Yo tengo claro que ningún gobernante, de ningún partido, desecharía el incentivo de castigar a los homicidas y, por tanto, la conclusión es que no pueden. Así de sencillo. No lo hacen porque no pueden.

El Estado mexicano carece de fiscalías y agentes capacitados para poner un alto a los niveles de impunidad. Por eso los procedimientos funcionan solamente cuando hay una sólida consigna política y el resto de los crímenes quedan en la devastadora cifra que debería hacer trepidar la conciencia nacional: nueve de cada diez homicidios quedan en la impunidad. Estoy seguro de que ni Etiopía puede tener niveles de desempeño tan bajos. No hace falta discutir tanto de política cuando de lo que se trata es de capacidades y eficiencia gubernamental; por eso entiendo cuando uno de los LeBarón dice que la política le da náuseas y es que, en México, ésta se ha convertido en un elemento encubridor de las ineficiencias del Estado.

Analista político. @leonardo curzio

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