El estado de excepción tiende cada vez más a presentarse
como el paradigma de gobierno dominante en la política contemporánea.
—Giorgio Agamben
Ahora resulta que la presidenta Claudia Sheinbaum, al igual que Enrique Peña Nieto y Felipe Calderón, ha pedido ayuda a Estados Unidos, a través de la CIA, para labores de inteligencia. Los drones MQ-9, utilizados en Medio Oriente contra el terrorismo islámico, ahora sobrevuelan territorio mexicano por solicitud expresa de nuestro gobierno… Ajá.
¿Y López Obrador? Quién sabe si durante la administración de Joe Biden también pidió estos “drones espía”. Sería interesante saberlo. Pero bueno, con el avispero ya agitado, ¿qué más da una politiquería más?
Más allá de las contradicciones que la 4T ha tenido que tragar —y seguirá tragando—, conviene ahondar en un tema mucho más complejo: el infierno cotidiano que vive el país. Porque, aunque duela, México está gobernado en gran parte por los cárteles. Ellos, los malandros, son el enemigo, mientras que Estados Unidos, con todos sus intereses, puede ser un aliado incómodo, pero necesario.
Donald Trump —tan dado a la hipérbole— tiene algo de razón al acusar que el gobierno mexicano es cómplice del crimen organizado. Exagera, sí, pero no miente del todo. Ejemplos sobran. Hace apenas unos días circuló un video donde los presidentes municipales de Cuautla y Atlatlahucan, Jesús Corona Damián y Agustín Toledano Amaro, fueron captados en una reunión con Júpiter Araujo Bernard, “El Barbas”, presunto líder del Cártel de Sinaloa en Morelos. ¿Lo peor? Esto no es nuevo. Gobernadores, alcaldes, regidores... Pactar con los criminales es, en estados como Michoacán, Tamaulipas, Sinaloa o Guerrero, casi un requisito para “gobernar” medianamente.
Esta situación no surgió ayer. La colaboración con Estados Unidos en temas de seguridad tiene antecedentes en la Iniciativa Mérida, la polémica Operación Rápido y Furioso y, más recientemente, acuerdos bilaterales que, se supone, buscan fortalecer las capacidades de México. Pero ¿en qué momento la cooperación se convierte en injerencia? Si bien Washington actúa para frenar el flujo de drogas —y responder a la presión política y social interna—, su historial muestra que la seguridad de México nunca ha sido su prioridad principal. La relación entre ambos países está marcada por la asimetría: para Estados Unidos, México es, antes que nada, un asunto de interés económico, migratorio y geopolítico.
La declaración reciente de los cárteles mexicanos como organizaciones terroristas por parte de Estados Unidos, aunque previsible, abre un escenario delicado. ¿Podrían justificar operaciones directas en suelo mexicano? Legalmente, la designación permite a EU confiscar activos, procesar a quienes colaboren con estos grupos y —en casos extremos— realizar acciones militares preventivas. La respuesta de Sheinbaum ha sido endurecer la estrategia jurídica contra las armadoras estadounidenses por el tráfico de armas. Pero seamos francos: a Washington esas demandas no le quitan el sueño.
Y mientras tanto, ¿qué hace nuestro Congreso? Canta el himno nacional, se rasga las vestiduras y convierte la discusión en un espectáculo. Nacionalismo trasnochado, discursos que apelan al “masiosare” y a un patriotismo ridículo. Acusan traición a la patria contra los Chapitos por entregar al Mayo Zambada. ¿En serio? La realidad en las calles —extorsiones, levantones, cobro de piso— supera cualquier retórica parlamentaria.
Aquí surge la pregunta incómoda: si no es con ayuda de EU, ¿cómo enfrentamos a un crimen organizado que controla regiones enteras? La estrategia de “abrazos, no balazos” se agotó. Pero recurrir a la vigilancia extranjera tampoco es gratis. ¿Hasta dónde estamos dispuestos a ceder soberanía en nombre de la seguridad? ¿Qué pasa si mañana un dron se equivoca de objetivo? ¿Y si la “cooperación” deriva en una intervención directa?
En medio de todo esto, la economía tambalea. La designación de los cárteles como terroristas podría afectar el comercio, la inversión y las remesas. Los mercados observan con cautela; las empresas estadounidenses no querrán verse atrapadas en medio de una “guerra” transfronteriza.
México enfrenta un dilema histórico: combatir a los cárteles de forma eficaz o proteger a ultranza una soberanía que, seamos honestos, ya está comprometida. ¿Cuál es el precio de nuestra seguridad? ¿Quién lo pagará? Porque, al final, más allá de las decisiones de Palacio Nacional o de la Casa Blanca, será la sociedad civil la que cargue con las consecuencias: más violencia, más desplazamientos, más miedo en las calles. El costo, como siempre, lo pagarán los de abajo.
De Colofón
El gobierno de Quintana Roo, encabezado por Mara Lezama, impulsa una ofensiva legal contra Aguakan, concesionaria del servicio de agua en varios municipios del estado, con el aparente objetivo de revocar su concesión sin indemnización. Esta maniobra no solo pone en riesgo la seguridad jurídica en la entidad, sino que también amenaza los ahorros de 22.5 millones de trabajadores cuyos fondos de retiro están invertidos en Aguakan a través de las Afores Sura, Banamex, Principal y Pensionissste.
Pese a las suspensiones judiciales obtenidas por la empresa, el gobierno estatal insiste con créditos fiscales multimillonarios para justificar embargos e intervención administrativa. Detrás de la estrategia podría estar el interés de transferir la concesión a una empresa vinculada al Partido Verde, aliado de Lezama desde su llegada al poder.
@LuisCardenasMX