Adán Augusto López parece cada vez más un rival de la presidenta Sheinbaum que un aliado. Se ha convertido en un pasivo incómodo, en un bribón que se siente con el poder suficiente para imponer su voluntad en el Congreso y generar crisis. Pero don Adán no se manda solo. Lo apadrina su paisano, gran amigo y casi hermano, Andrés Manuel López Obrador. Ambos comparten la pasión por lo estridente, la indisciplina y, a estas alturas, la obstinación de quienes se niegan a soltar el poder.

Enterrar la iniciativa de la Presidenta para prohibir el nepotismo fue tarea simple, sobre todo cuando el obradorismo tiene tantas facturas por pagar. La maniobra benefició a los incondicionales más radicales: Félix Salgado Macedonio —que sueña con la gubernatura de Guerrero que hoy tiene su hija— o Ricardo Monreal, quien pretende mantener a su familia con el control de Zacatecas en 2027. El Partido Verde, eterno camaleón político, se frota las manos en San Luis Potosí, mientras otros apellidos de la llamada "Cuarta Transformación" —los Batres, los Alcalde, los Taddei, los López— siguen cobrando el derecho de nacimiento político. Algunos jóvenes con suerte, otros meros aviadores, todos amparados bajo la consigna de que lo importante no es el mérito, sino el linaje.

Aquí yace la gran pregunta: ¿Cuál es, de verdad, la diferencia entre el claudismo y el obradorato? Sobre el papel, Claudia Sheinbaum intenta mostrarse como la tecnócrata moderna que rompe con las viejas mañas. Pero en la realidad, la red de compromisos tejida por López Obrador asfixia cualquier intento de limpieza. Si la presidenta quiere erradicar el nepotismo; el expresidente debe cumplir promesas. Porque en 2027 lo que importa no son las reformas, sino garantizar que sus leales mantengan el control. La agenda de Sheinbaum podrá esperar al 2030, cuando —paradójicamente— ya no será presidenta.

¿Recuerda la reforma al Infonavit? ¿Los acuerdos con el empresariado que, sin chistar, respaldó a Sheinbaum frente a las amenazas de Trump? Todo se vino abajo en el Senado con los mismos saludos atentos de don Adán Augusto. No es casualidad: la diferencia entre la presidenta y su antecesor no está en el discurso, sino en la práctica. El obradorismo se mueve como mafia de poder, mientras el claudismo intenta, sin mucho éxito, jugar a la institucionalidad. Pero como bien sabe cualquiera en la política mexicana, los favores pesan más que los ideales.

Claudia Sheinbaum intenta, al menos en el discurso, romper con estos vicios. Pero su margen de maniobra se estrecha cuando enfrenta no sólo a una oposición cómoda en su papel de espectadora, sino a un enemigo interno mucho más peligroso: el obradorismo de Adán Augusto, que no busca dialogar, sino someter. Porque esto ya no es una diferencia de estilos; es una guerra por la herencia del poder. López Obrador quiere blindar su legado a toda costa, aunque eso implique dinamitar la agenda de su sucesora. Sheinbaum, atrapada entre la necesidad de cumplir sus promesas y el chantaje de quienes se sienten dueños del movimiento, camina una cuerda floja que se tambalea con cada traición encubierta. ¿Podrá limpiar la casa sin incendiarla? ¿O terminará siendo la presidenta que quiso combatir el nepotismo y acabó tragando sapos de la vieja guardia obradorista?

La diferencia entre el claudismo y el obradorato se juega en estas batallas de traiciones y favores pendientes. Por eso no le quite el ojo a don Adán. Así como él no le quita el ojo a su tablet, tampoco pierde de vista las fichas que mueve tras bambalinas. Se dice senador, pero actúa como virrey; presume lealtad a la “transformación”, pero lo suyo es mantener un sistema de clientelas y privilegios que desangra la democracia interna. El 2027 se acerca, las lealtades se tensan y las traiciones, como siempre, serán inevitables. Y ahí estará don Adán, maniobrando, bloqueando, imponiendo... hasta que la realidad lo alcance.

Porque sí, don Adán es poderoso. Sí, goza de la venia de Macuspana. Pero también es cierto que el poder no dura para siempre y que las facturas, como las olas, se acumulan. Debería recordar aquellos versos de Carlos Pellicer que tanto le gusta recitar en sus reuniones privadas: “¡Oh, mar de las nostalgias! Tus olas van y vienen como versos inútiles.” Porque en política —y más en la mexicana— no hay marea que no termine cobrando cuentas. Y no vaya a ser que el tsunami que se avecina no sólo lo arrastre a él, con su arrogancia y ambición desmedida, sino a toda la estructura de poder que pretende perpetuar.

La pregunta final no es si Sheinbaum podrá frenar el nepotismo. La verdadera cuestión es qué sucederá en el país cuando la tormenta estalle.

De Colofón: Felipe de Jesús Muñoz Vázquez, ex subprocurador de la extinta PGR y actual abogado de Raúl Madrazo Castelazo, ha sido señalado de ejercer un control de facto sobre personal de la Fiscalía General de la República (FGR) para fabricar delitos contra contrapartes en litigios.

Fuentes cercanas a Muñoz aseguran que, en ocasiones, recurre a actos de violencia para conseguir sus objetivos. En el caso más reciente, Muñoz inició la carpeta de investigación FED/FEMDO/FEITATA-VER/0000569/2024 en la Fiscalía Especializada en Investigación de Terrorismo, Acopio y Tráfico de Armas, supuestamente para armar un caso en contra de Javier Madrazo Castelazo, adversario legal de su cliente.

La agente del Ministerio Público encargada de la indagatoria es Silvia Méndez Mendoza, quien fue subordinada de Muñoz tanto en la Procuraduría de Aguascalientes como en la Subprocuraduría de Delitos Federales durante el sexenio de Enrique Peña Nieto. Esto ha despertado preocupaciones sobre la imparcialidad de la investigación, ya que Méndez Mendoza estaría bajo la influencia directa de Muñoz.

La reputación de Felipe Muñoz por manipular pruebas y presionar a personal de la FGR que estuvo bajo su cargo ha generado alarma. De confirmarse estas prácticas, no solo se trataría de un abuso de poder, sino de un grave atentado contra la justicia y el Estado de derecho en México.

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