En fechas recientes, el presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, Joe Biden, anunciaba que el 31 de agosto de 2021 culminaría la retirada de las tropas estadounidenses de tierras afganas, proceso que comenzó desde mayo de este mismo año. Al igual que los norteamericanos, los demás países que también tenían presencia en aquel lugar harían lo mismo.
Poco antes del 31 de agosto, los talibanes fueron ganando terreno y avanzando cada vez más, hasta lograr un control mayor en aquel país. Por lo tanto, la retirada que tenía cara de huida se aceleró. Los militares, los colaboradores y refugiados con “billete” de salida, tenían, ante las cámaras de televisión de los medios internacionales, cara de “córrele que te alcanzo” y “sálvese quien pueda”. Porque esa era la consigna frente al panorama que se pintaba ante la inminente victoria del régimen extremista: o te vas y salvas la vida, o te quedas a la muerte segura.
Esa muerte no tendría que ser literal, pero para la mayoría de los afganos sí lo es espiritual, o anímica, o la de sus derechos básicos. Y para muchos otros, sí es literal: para las mujeres que desobedezcan los mandatos, para los hombres que desobedezcan los mandatos, para los homosexuales y otras minorías que (¡el Alá de los talibanes ni lo piense!) existen en ese lugar.
En mi mundo de hace veinte años, Afganistán no figuraba, es más, la palabra terrorismo no figuraba. Pero el martes 11 de septiembre de 2001, cuando yo estaba en segundo de secundaria tan tranquila en el colegio, LA NOTICIA empezó a correr. El miedo se fue expandiendo, el temor por la tercera guerra mundial se sentía como un hilo que nos conectaba a todos. Al llegar a casa y ver las imágenes en la tele, escuchar los relatos, las teorías y los hechos, la palabra existió: terrorismo, y nunca se ha ido.
Desde entonces la historia se ha ido escribiendo entre dudas de quiénes son malos, quiénes son buenos, ¿qué demonios importan esas definiciones cuando la gente sigue muriéndose por las armas de fuego? Ese día la mala voluntad fue evidente, y las víctimas de un solo hecho se seguirán sumando por millares. Pero desde entonces, sigue habiendo víctimas del otro lado del océano, en lugares recónditos donde las familias no tienen ni los servicios básicos.
¿De qué sirvieron tantos años de “guerra contra los talibanes”, de soldados (hijos, esposos, hermanas) muertos por balas enemigas? Creo que nunca voy a entender, y quizá porque no quiero entender que detrás de todo no hay una buena e inocente voluntad, sino intereses oscuros dignos de películas de Hollywood. Pero ahora, cuando los afganos de a pie que querían ser libres se ven nuevamente inmersos en una realidad que es pesadilla, no puedo afrontarlo.
Las burkas que cubren a las mujeres las ahogan de falta de derechos e igualdad. Es horrendo ver siluetas oscuras que se tambalean, cuando sabemos que debajo de eso hay una mujer que un día tuvo un sueño y una esperanza. No puedo ver las burkas por son cárceles individuales. No puedo ver las burkas porque sé que un día las pueden lapidar en mitad de la calle. Y de los homosexuales, ni hablar. Si antes de la vuelta de los talibanes ya era difícil ser homosexual en ese país, ahora es sinónimo de muerte segura. Un chico afgano declaró ante una televisora española que estuvo dos años sin salir de casa, y que sus padres trataron de curarle la homosexualidad. Ahora simplemente puede darles pistas de su identidad, y terminará seguramente decapitado en medio de la calle, la calle que sabemos no es el camino que marca la sharía.
Pobres de todos nosotros que basamos nuestra existencia en interpretaciones, en creencias mentales, en prejuicios, en dogmas de fe; que, curiosamente, siempre llevan a la muerte del otro. ¿A nadie se le ha ocurrido creer en hacer el bien y dejar al vecino en paz? Las creencias humanas son eso: humanas, llenas de errores que no nos cansamos de cometer.