Para Claudia Cruz, quien hoy es libre y plena, a pesar de que la casaron a los 12 años de edad.
Casarse siendo una niña es una tragedia y un atropello. En México hay mujeres que se convierten en madres, sin haber conocido siquiera su menstruación. Entregar a una niña desde los siete años para casarla, se traduce en una ganancia de entre cincuenta mil y doscientos mil pesos. Mientras más habilidades tenga, mayor el pago. “Vale más” si sabe cocinar, lavar o planchar; si es bonita y si se garantiza su virginidad.
Esto ocurre en las comunidades mas rezagadas del país y se justifica con el argumento de los “usos y costumbres”. Además de las razones económicas, en algunos casos hay motivaciones religiosas y culturales.
A nivel mundial, una de cada cinco mujeres se une en matrimonio siendo apenas una niña. Hace una década, era una de cada cuatro. Así de lento el avance en la erradicación de esta práctica deplorable.
En México, el 7.5% de las adolescentes indígenas se casan, o mejor dicho, son obligadas a casarse, antes de alcanzar la mayoría de edad. Según el Censo 2020 del Inegi, estamos hablando de 27.8 mil adolescentes. De hecho, somos el octavo país con mayor índice de matrimonio infantil en el mundo, de acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas.
Esta práctica es ilegal, pero eso no ha representado en los hechos una verdadera protección para las niñas mexicanas. El Código Civil Federal establece los 18 años como edad mínima para contraer matrimonio. Ahí mismo se fijan sanciones penales para quienes “promuevan o celebren matrimonios infantiles o uniones forzadas”. Pero la realidad es que sigue siendo una práctica común, que en la enorme mayoría de los casos no se sanciona.
En febrero de este año se llevó el tema hasta nuestra Constitución. Con la modificación del artículo 2, se prohibieron los matrimonios infantiles en las comunidades indígenas. Se votó por unanimidad que “debe respetarse el interés superior de niñas, niños y adolescentes, sin que pueda justificarse lo contrario en términos de usos y costumbres de los pueblos originarios”. Sin embargo, las sanciones siguen sin aplicarse y la dignidad de esas niñas sin respetarse.
Estas uniones tempranas y obligadas no son un matrimonio, son una forma de explotación infantil. Representan una indignante violación a los derechos humanos de la niñez. Está comprobado que afectan gravemente la dignidad, la salud, el desarrollo, la educación y la integridad de las niñas. Basta escuchar a las mujeres que han sido víctimas de estas prácticas y conocer de cerca sus historias, para dimensionar el daño que estas anacrónicas costumbres les provocan.
Es una forma de violencia que no puede seguirse normalizando. La sociedad debe deplorarla y el Estado debe sancionarla. Sobre todo si tenemos una administración comprometida a gobernar con perspectiva de género.
@PaolaRojas