El debate suscitado por el Acuerdo que emite la Política de Confiabilidad, Seguridad, Continuidad y Calidad en el Sistema Eléctrico Nacional incide en la armonización de la inversión privada con la rectoría del Estado en materias fundamentales. No hay, sin embargo referencia alguna a los compromisos adquiridos internacionalmente, ni a las consecuencias de largo plazo que tendrían las actuales decisiones. Entre las propuestas de gobierno del presidente López Obrador figura: “examinar de forma integral los programas contemplados en la Ley de Transición Energética”, pero no revertirlos como es el caso de los hidrocarburos.
Existe una distancia abismal entre las posiciones de liderazgo que hemos tomado en la esfera mundial y ciertas decisiones internas. México propuso a la ONU en 1980 un Plan Mundial de Energía. López Portillo soñaba en una potencia petrolera y había llevado nuestra producción a más de 3 millones de barriles diarios, contribuyendo a un desplome dramático de los precios de los hidrocarburos y a la elevación de las tasas de intereses en los mercados internacionales. Origen de nuestra crisis económica recurrente.
Habiendo luchado dentro del gobierno contra esa estrafalaria política, fui designado representante ante la organización mundial para encauzar el proyecto. La OPEP y otros grandes productores se rehusaron a participar en susodicho plan y las potencias atómicas no voltearon a verlo. Quedaban como cabos sueltos las fuentes nuevas y renovables de energía, que apenas comenzaban a investigarse. Promovimos entonces un debate residual que condujo a la Conferencia de Nairobi de 1981, de la que fui coordinador y luego presidente del Comité de Seguimiento. Surgió la expresión “transición energética” —concebida para el largo plazo— tanto como la clasificación alternativa entre fuentes contaminantes y no contaminantes, o bien convencionales y no convencionales. En 1984 asistí a la reunión de Roma en la que se consagró “la civilización del hidrógeno”, como un opción de uso múltiple al alcance de las personas.
Durante el decenio siguiente diversos países —incluidos los del Golfo Pérsico— promovieron tecnologías para el aprovechamiento de la energía solar y poco después para la eólica y los biocombustibles. Alentamos a nuestro gobierno para que impulsara avances y patentes en esa dirección, máximo que Golfo de Cortés es considerada como la región más asoleada del mundo durante toda el año. Acudimos a las entidades federativas correspondientes, sin obtener respuesta alguna. Sólo del BID se interesó, sin eco de la parte nacional sumisa al “Petrosaurio” que llevamos dentro por razones legendarias.
En la Conferencia de Río en 1992 confluyeron la creciente preocupación por el deterioro del medio ambiente y la aparición salvadora de fuentes no contaminantes. “Se prendieron las alarmas” sobre los efectos devastadores del cambio climático y se relacionaron con el Co2 y otros gases de efecto invernadero generados por el uso de combustibles fósiles. Las energías nuevas y renovables —junto con la biodiversidad— quedaron desde entonces indisolublemente ligadas a la mitigación del calentamiento global y el combate a los efectos nocivos de la desertificación y la destrucción de la capa de ozono.
El Protocolo de Kioto de 2005 determinó la obligación a los países industrializados de reducir su “huella de carbono”, en tanto que a las naciones en desarrollo se les dirigieron únicamente recomendaciones. Acudimos en 2009 a la Conferencia de Jefes de Estado y de Gobierno en Copenhague; donde se presentaron ejemplos aterradores como la desaparición de islas, el derretimiento de los glaciares y la intensificación de los huracanes. La cuantificación anual de estas catástrofes es de 2.9 billones de dólares, equivalente al 3.3% del PIB mundial y su proyecciones incalculables vencieron las resistencias de todos los estados.
La Conferencia de París en 2015 estableció por primera vez el carácter obligatorio de las medidas que cada país haya comprometido para si mismo. México anunció la reducción del 22% de sus emisiones de gases efecto invernadero, que implica una disminución anual de 211 millones de toneladas de Co2, para quedar en 973 millones para 2025 y 762 millones para 2030. Esta decisión es vinculante para el Estado Mexicano y no distingue entre inversiones publicas, privadas o mixtas, regionales, nacionales o externas.
Mario Molina, único Premio Nobel en ciencias con el que contamos, censura la suspensión de 17 plantas eólica y solares recordando que “México es el principal promotor de los Acuerdos de París, cuya apuesta es el abandono gradual de los combustibles fósiles”, y añade “es un mito asumir la imposibilidad de esta medida arguyendo el uso de los hidrocarburos como único pilar de la economía”. Coincidentemente, en las manifestaciones de izquierda contra las intentonas de Calderón de vulnerar nuestra soberanía energética, propusimos los usos múltiples de los hidrocarburos, no sólo como combustóleo sino en sus más de 1200 formas que reconoce la OPEP a partir de su refinamiento, que afortunadamente el gobierno mexicano esta promoviendo.
A pesar de las de las batallas que hemos librado en el escenario internacional a favor de la transición energética y la mitigación del cambio climático, la matriz mexicana es hoy: 82.88% hidrocarburos, 10.41% renovables, 4.75% carbón y 2.41 nuclear, una “correlación del siglo pasado antepasado”. Disparidad ostentosa entre lo que pregonamos afuera y lo que practicamos adentro. Luz no contaminante en la calle y oscuridad petrolera en la casa.
Somos uno de los 10 países más contaminantes del mundo y no podemos dejar para mañana lo que debemos hacer hoy; menos quebrantar compromisos que la 4T asumió en la Estrategia de Transición en febrero de este año: “un sector energético basado en energías limpias y eficientes que promuevan la productividad, el desarrollo sustentable y la equidad social en el país”. Si el petróleo es oro, la palabra es deuda.
Diputado federal