“Este libro es un punto de partida para futuras investigaciones sobre un fenómeno en crecimiento que requiere nuevas reglas o, cuando menos, discutir las que ya existen. Visibilizar el insulto en el ciberespacio demuestra que las palabras, como las piedras, no solo duelen cuando se lanzan contra otro, también matan”.
Este es el propósito-diagnóstico brutal y absolutamente descarnado del libro de Ana María Olabuenaga. Sí, la misma publicista que alcanzó notoriedad con aquella frase que marcó totalmente al Palacio, pero no a ella. Porque con esta obra prueba que está para consolidarse como una comunicóloga de estatura sociológica e incluso filosófica, que tanta falta hace en este país, sobre todo en el tema explosivo de las redes sociales.
Por cierto, he de confesar que soy un cavernario en la materia. Primero, porque soy de los que nos resistimos a que los paisajes rurales o urbanos y sobre todo algunos rostros, se reduzcan a 50 centímetros cuadrados del smarthphone. Segundo, porque soy de los nostálgicos que gustan de acariciar libros o disfrutar el arte del Sargento Pimienta o Santana en los grandes acetatos. Tercero, porque coincido con Alessandro Baricco en que, refiriéndose a las redes, “cuidado: si es gratis tú lo estás pagando con tu tiempo, tus fotos, tu intimidad, tus mensajes o tu lenguaje limitado a 280 caracteres”; suficientes para que Trump ponga en peligro la paz mundial. Pero sobre todo abomino la impunidad de la masa cuasianónima que dispara a través de las redes.
Por eso, Linchamientos digitales de Ana María Olabuenaga es una obra fascinante. Que nos lleva de la mano. Desde que hace cinco siglos en Irlanda el señor Lynch dio origen al término, pasando por linchamientos icónicos y tan dramáticos como el de Tiziana Cantone, una guapa italiana cuyo novio subió sus escenas de actos sexuales. Aunque Tiziana ganó su demanda contra Google, Facebook y Youtube apelando a su “derecho al olvido”, terminó suicidándose por la presión burlona e insultativa de esas redes. Olabuenaga nos ilustra también con tres célebres casos mexicanos: el de Nicolás Alvarado, que hubo de renunciar a la dirección de TVUNAM cuando a la muerte de Juan Gabriel selló su sentencia de linchamiento: “Me irritan sus lentejuelas no por jotas sino por nacas”; aborda igualmente el caso del legendario líder estudiantil del 68 Marcelino Perelló, quien fue despedido de su programa “Sentido Contrario” de Radio UNAM por una sola y estrepitosa frase: “La violación implica necesariamente verga, si no hay verga no hay violación”; el caso de Armando Vega Gil me conmueve especialmente por el montón de entrevistas que le hice, sea como El Cucurrucucú de Botellita de Jerez o como autor de numerosos libros de cuentos para niños y jóvenes… en esas vueltas de la vida, #MeTooMusicos denunció a Vega Gil por el supuesto acoso a una niña de 13 años sucedido 15 años atrás. Ante el terror al linchamiento escribió: “Sé que en redes no tengo manera de abogar por mí, cualquier cosa que diga será usada en mi contra… mi vida está detenida… no hay salida”, luego se colgó del árbol frente a su casa.
Todos los casos son diseccionados con maestría y rigor metodológico por Ana María Olabuenaga, quien nos inquieta el alma: ¿las redes nos determinan? ¿Podemos ser víctimas y verdugos? ¿Me likean luego existo? ¿Hasta dónde llega la crítica y dónde comienza el aniquilamiento? ¿Sigue siendo válida la libertad de expresión? ¿La de quién? ¿Para qué? Yo solo agregaría, parafraseando al gran Tito: ¿Y cuándo México despertó, ya estaba atrapado en las redes?
Periodista. ddn_rocha@hotmail.com