Mi padre contaba una fábula sobre los conflictos mal comprendidos. En una cantina a alguien se le cae una moneda de oro que se va rodando. Los presentes se ponen a buscarla en las zonas iluminadas del salón, pero no en las oscuras. ¿Por qué? Porque están sin luz. Y pronto empiezan las acusaciones.

Tú te la robaste. No, tú te la embolsaste.

Empiezan los manotazos y todos se lían a golpes. ¿Y la moneda? En algún lugar en la oscuridad…

Leyendo desde Madrid los alegatos del debate sobre la militarización de la Guardia Nacional, no he encontrado mención de lo que en este asunto sería la moneda, es decir el crimen. Porque bajo cualquier óptica, el enemigo de la sociedad es el crimen, el organizado y el desorganizado, eso es lo que nos preocupa, lo que buscamos solucionar.

¿Cuántos efectivos tiene el crimen? ¿Qué capacidad de fuego? ¿Cómo se compara su capacidad de fuego con la de las policías o la del ejército? ¿Cómo está distribuido por el país? ¿Y qué tan porosos son nuestras policías y nuestro ejército?: es decir, ¿qué tan infiltrados están por el crimen?

Eso está en sombras.

En el año 2007, Katia d’Artigues y quien esto escribe entrevistamos al entonces secretario de gobernación sobre la guerra recién lanzada por el presidente Calderón contra el crimen y le formulamos las preguntas antes dichas. Por increíble que parezca, el secretario nos fue respondiendo:

No sé. No se sabe. No estamos seguros. Carecemos de ese mapa. Es incierto.

Ah caramba, exclamé yo, ¿entonces cómo van a planear el combate contra ese fantasma?

Entonces yo sabía de asuntos de guerra lo mismo que hoy, un carajo, pero me había preparado para la entrevista leyendo al general norteamericano Colin Powell, y me aterró su admisión de que la guerra en Irak había sido para su ejército un desastre porque se había emprendido contra un enemigo del que sabían casi nada.

Algo más advertía Powell. Los militares norteamericanos nunca acordaron un criterio de victoria. Es decir, nunca acordaron cuándo declararían ganada la guerra y se retirarían de Irak.

Eso nos empantanó demasiados años en el desastre, escribió Powell. Y eso, agrego yo lo obvio, hizo polvo a Irak. No quedó piedra sobre piedra ni una sola institución civil de pie.

En México hemos partidizado todo tema de interés. Con ánimo beligerante confundimos el interés electoral de nuestro partido político de preferencia con el interés de la nación. Nos sentimos así seguros al posicionarnos, nos sentimos acompañados, pero cometemos el error de la fábula de la moneda. Estamos poniendo la atención en el territorio iluminado, en la competencia electoral y sus conocidos personajes, cuando el problema está casi de seguro en el terreno oscuro. En lo que no sabemos del crimen.

No sé al lector, a la lectora, a mí me importa mi seguridad y la de mi familia, y la de los otros y las otras mexicanas, en ese orden, y la amenaza la siento venir desde esa sombra ignota donde opera el crimen. El griterío partidista no solo me es irrelevante, por momentos me parece un distractor enervante e histérico. Lo que yo quiero saber son las respuestas a las preguntas antes dichas y quiero estar cierta que el presidente Obrador tiene esas respuestas.

Porque de no saberlas él, podría estar en curso el mismo error trágico que cometió el presidente Calderón. Un presidente que con fe ciega le entrega el mando del combate contra el crimen a un ejército ciego a su vez.

Ya conocemos el saldo de esa sucesión de cegueras. Una guerra sangrienta e infructuosa, que sólo esparció la neblina del fantasma.

¿Quiere alguien saber quién ganó aquella mal concebida guerra?

Considérese nada más que el otrora secretario de Seguridad del país, García Luna, terminó siendo el capo de capos del crimen.

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