Muerta la idea de Dios, escribió Nietzsche, lo que vendría a suplirlo sería la política. La política, vaticinó, cumpliría las necesidades que otrora cumplía la religión.

La necesidad de cada persona de compartir con un grupo numeroso un relato de hermandad y la necesidad de sentir que la propia e insignificante vida se suma a un propósito mayor.

Lo que Nietzsche no previó fue cómo la Democracia —nuestra amada religión actual— por diseño divide a los ciudadanos en al menos dos facciones enfrentadas para obtener el poder.

Cada facción su relato y su meta mayor. Cada facción su versión de la religión.

Y menos previó Nietzsche cómo en un tiempo como el nuestro, en que la noticias son un continuo no interrumpido, el relato primaría sobre los hechos.

¿Quién demonios va hoy a ir a constatar cada noticia reportada por los medios?: nos hemos abnegado a poseer solo el relato de las cosas y hemos perdido la experiencia de las cosas en sí, lo que ha derivado en la inclusión en los relatos políticos de hechos imaginarios, que asumimos junto con los reales.

Las marchas entre las que escribo estas notas son un retrato de los males de nuestra democracia.

La primera marcha fue convocada para defender al árbitro electoral de desaparecer —cuando nunca estuvo en tal peligro— y en contra de un dictador —que no lo es—, y sin embargo en 40 y tantas ciudades la gente marchó emocionada coreando estas consignas, elevó pancartas y sus niveles de feromonas, y fue feliz durante una misa luminosa como la mañana.

Los convocantes a la marcha no cabían en sí mismos: se pasearon de contingente en contingente extasiados. Los habían logrado: si el amor no, si un líder entre ellos tampoco, el odio al presidente Obrador operó el milagro de acompasar el latido de cientos de miles de corazones.

Ahora el presidente Obrador ha convocado a otra marcha por otra razón imaginaria.

Proteger al proyecto de la Izquierda de un mal que no lo amenaza —nuestra Derecha hoy no es débil, es raquítica— pero ni duda que cientos de miles de ciudadanos marcharán para defender lo no amenazado y sobre todo para elevar cánticos juntos y gastar juntos sus suelas —y ellos sí tendrán un líder que amar con la voz en cuello.

Los ciudadanos somos demasiado complacientes con “nuestros servidores públicos”, tanto así como otrora nuestros bisabuelos con sus dioses hipotéticos. Por pertenecer a una facción y compartir con ella un relato, sacrificamos nuestros propios intereses, que son siempre muy concretos y reales.

¿Qué queremos del Estado?

Queremos que el agua y la electricidad lleguen a nuestras casas y sean baratos. Que los salarios sean mucho más altos. Que la Salud y la Educación públicas y gratuitas sean excelentes. Queremos un sistema de Justicia real y queremos seguridad.

Vaya, queremos que el Estado nos sirva mejor a todos, para facilitarnos la dura existencia y darnos más a menudo la oportunidad de ser felices.

En contraste, ¿qué nos ofrece la Oposición para un próximo periodo presidencial?

Que no gane el actual dictador –que no lo es—, y para citar a la ideóloga de la Derecha, la señora Lilly Téllez, “deshacer todo lo que hizo la 4T”, de forma que regresemos al estado de cosas en que una gran mayoría decidió votar por la Izquierda.

Es de una tontería abrumadora. Votemos para retroceder juntos quince cuadritos en el tablero del tiempo.

En cuanto a los candidatos de la Izquierda, ¿qué nos ofrecen en el terreno de las cosas reales?

Nadie lo sabe, excepto ellos —tal vez— y sin embargo y según las encuestas ambos ya puntean en nuestras preferencias.

Yo iría a marchar por cualquiera de esas cosas reales que enumeré en un párrafo arriba, decisivas para mí y para todos, y que pueden reunirse en una expresión: Bien Común. Por agrandar el Bien Común sí me calzaría mis tenis y mi sombrero de paja.

¿Hacemos una marcha para que el IMSS se vuelva el mejor servicio de salud del país?

A esa marcha yo sí voy.

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