Jóvenes que, metidos en las garras del narcotráfico, obligan a otros jóvenes a asesinarse entre amigos y terminan desapareciendo los cuerpos de los secuestrados; jóvenes universitarios de clase media alta que golpean y lesionan a otro joven de manera artera y cobarde y lo mandan al hospital; jóvenes en apariencia tranquilos que como respuesta al rechazo de una joven estudiante de medicina deciden planear su asesinato, la matan por asfixia en su propia casa y luego intentan hacer pasar su muerte como si fuera producto de un suicidio.

Son todos casos recientes que han conmocionado a la sociedad mexicana por homicidios dolosos, feminicidios y violencia irracional en casos ocurridos en distintas partes del país, pero que tienen un común denominador: su difusión, exposición y denuncia a través de las redes sociales. Y en todos y cada uno de ellos se repite una constante, los asesinos, criminales y violentos son todos jóvenes cuyas edades fluctúan entre los 18 y los 21 años de edad.

Es como si se estuviera gestando y manifestando una generación de mexicanos que nacieron y crecieron en un país que comenzó a registrar, justo hace 18 o 19 años –entre el final del sexenio foxista y los inicios del calderonato– una espiral de violencia criminal del narcotráfico que fue permeando y lo fue contaminando todo: desde la normalización de la violencia, hasta el aprendizaje de conductas violentas, la cultura del narcotráfico y la exposición cada vez más gráfica de asesinatos, torturas, decapitaciones, masacres, desaparición de cuerpos que se difunden a través del internet y de las redes sociales como si fueran parte de una realidad y una cotidianeidad con la que han convivido desde niños y desde que tienen uso de razón más de 21.9 millones de mexicanos que tienen entre 15 y 24 años y que representan hasta el 17% de la población nacional.

Y en medio del horror, la indignación y la conmoción que nos generan los videos y denuncias en las que los protagonistas son jóvenes que lo mismo pueden ser sicarios del narcotráfico que estudiantes universitarios y en la que son ellos mismos, a veces las víctimas y a veces los verdugos, surge el debate sobre si estamos ante una generación de jóvenes más violentos por el ambiente y el contexto del país en el que han crecido, o si simplemente la violencia juvenil es algo recurrente en cada época y cada generación que sólo se ha expuesto y potenciado de manera masiva por el impacto de las redes sociales y de los medios masivos que retoman los materiales gráficos y las tendencias que generan algunos de esos casos de violencia extrema y sicótica entre jóvenes de la actualidad.

Si a todo eso se añaden fenómenos como la proliferación y el consumo de drogas químicas cada vez más potentes y accesibles para esta generación, junto al consumo de música que lo mismo ensalza y apologiza a los capos del narcotráfico y sus violentos sicarios, que también hacen letras explícitas sobre la sexualidad en las que las mujeres son violentadas con frases y descripciones que las cosifican y las convierten en meros cuerpos dispuestos a ser abusados, penetrados y destrozados por las acciones sexuales de hombres supermachos que están listos para “romper una vagina”, “moretearte las tetas” o “metértelo por el ano”, entonces puede entenderse que la violencia en todas sus formas es algo que se está enraizando en el alma y el subconsciente de esta nueva generación de mexicanos.

Tristemente todos esos jóvenes, de los cuales 10 millones van a votar por primera vez en las elecciones de 2024 y otros 10 o 12 millones votarán por segunda ocasión en sus vidas en los próximos comicios presidenciales, no les importan a los políticos y gobernantes que, ni los entienden ni pretenden hacerlo. Porque hay entre ellos y esos jóvenes un abismo cultural y generacional, de tal modo que ese sector de la población sólo aparecen ocasionalmente en los discursos para ser llamados “el futuro de México”, “la fuerza del país” o “los futuros dirigentes”, pero no hay para ellos ni programas –más allá de la demagogia de darles unos 3 mil pesos mensuales–, ni estímulos o presupuestos que se ocupen de sus demandas y necesidades.

Y entonces vemos cómo, dependiendo del rango social en el que nacieron y crecieron, una parte de la generación de entre los 15 y los 24 años se ve atrapada entre la violencia del narcotráfico, si se es un joven pobre, o la violencia psicópata para agredir a otros jóvenes o asesinar a una novia que los rechazó. Todo en un país en el que la impunidad es la constante y los hace pensar que sus actos y acciones no tendrán consecuencias a tal grado que después de asesinar a una joven de 18 años, su exnovio cree que podrá salir limpio del feminicidio, alterando la escena de su crimen y montando un escenario de un suicidio.

Lo más doloroso de todo es que, en medio de la confusión, la sobreinformación, el descuido, el abandono y la incomprensión de padres y autoridades, esa es la generación que en unos años más tomará las riendas del país en un contexto cada vez más violento y de descomposición del tejido social. La gran incógnita es si ellos, los jóvenes que nacieron, crecieron y convivieron con la violencia más cruel y descarnada, serán los que tengan la capacidad de enfrentar y terminar con esa violencia, para recuperar y rescatar la paz y la convivencia civilizada en este país, o si con ellos al frente el país terminará de hundirse y perderse en esa espiral violenta que va a cumplir 24 años sin poder detenerse y que lejos de extinguirse se exacerba y enraiza cada vez más entre los mexicanos.

Se descomponen los dados. Serpiente Doble.

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