Ocurrió un lunes. Yo estaba cansado y con una fiebre que habría derribado a la bestia más fuerte. Salí a hacer la compra. Llevaba días sin salir de casa, sin saber qué era eso que los otros llamaban mundo y que, de una temporada en adelante, a mí me parecía por demás ajeno y trivial. Abrí las notas del móvil para recordar con qué debía regresar a casa. Leí una por error. La que no deseaba. La que me provocó una, dos, tres arcadas. Quise salir corriendo, volcarme en la primera esquina, estamparme contra un coche, un camión, algo lo suficientemente grande y digno del impacto, algo que pudiese volarme a pedazos. No sé si fue rabia o desconsuelo, si era una tristeza vieja que se me había colado en el presente, o si se trataba de una advertencia sutil de la vida —que ya solía darlas con frecuencia—, en la que me decía que el pasado estaba hecho para producir dolor. Leí en el móvil: “¿Qué haré con estos pedazos?”. Luego leí la fecha. El día de quiebre, el día de la ruptura. Y toda ruptura es, por excelencia, un recordatorio de que la felicidad es una quimera. Volví retorciéndome las neuronas. Olvidé que tenía fiebre. Olvidé que no había salido de casa en días. Tuve la fría, la terrible sensación, de ser la presa de un viejo amor. Sentí miedo y también rabia, una ira fulminante y muerta de hambre. Entonces entré a la casa, entré telúrico, volcánico, tropezando con mis propios pasos, atropellado por una pregunta que era recuerdo y daga al mismo tiempo. Una herida que despedía luz y sombra a partes iguales. Y allí estaba yo, en la habitación, tumbado en la prehistoria del dolor, con la luz apagada y los ladridos del viento lamiendo la ventana, allí estaba yo, un pobre y miserable animal herido por el pasado. Fue entonces cuando la respuesta devino en forma de llanto: se había ido y yo no era demasiado consciente de ello. Y es que cuando el otro se va, no solo le lloramos a quien sale por la puerta, nos lloramos a nosotros, a lo que ya no fuimos ni seremos nunca. Le lloramos a todo nuestro fracaso. A todo lo que se rompió aquel día. Allí estaba la posible respuesta. Al menos una, una que menguara la pena, que sirviera de antorcha o lanza, una que sirviera para aniquilar las sombras. Quizá para eso sirva hacerse pedazos: para recordar la cicatriz, el lugar donde la vida algún día dolió tanto, que la palabra suficiente dejó de ser medible, para recordar que existir es una llaga y el recuerdo, una fuente inagotable de dolor. Pero es posible, también, que tenga un propósito menos catastrófico. Uno que aún no he encontrado. Y que tampoco sé si encontraré.

Alex Reyes

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