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Usos de la tristeza

“Esa vida, esa cosa malditamente bella y malditamente necesaria, cómo duele, cómo daña, cómo diablos cuesta salvarla”

Imagen: Pexels
29/01/2024 |13:29
Alex Reyes
ColaboradorVer perfil

Cuando me preguntan qué hacer en momentos de tristeza, a menudo les respondo: “Presta atención. Vívela. Entonces, sal y ve a contarla”. Es posible que no conozca otra forma.

Esa es la solución. Confrontarla, darle la cara, verla a los ojos, reventar su soberbia, su gigantesca y devastadora fuerza. No existe para mí otra forma. En momentos así, en momentos en que la luz se extingue y el aire falta, en momentos en que la suciedad y miseria del mundo se alzan como el vuelo de los grajos, en momentos en que todo es abrumador y nada parece tener sentido, ya lo digo yo: hay que prestar atención. Hay que encontrar la belleza en cada gota de dolor.

Hubo una época, larga por lo que a mí respecta, en que vi a la gente de mi generación ocultarla en las entrañas. Qué despropósito, pensaba yo. Ese bicho feo y asqueroso, disfrazado de vergüenza, ese abominable estado transitorio, esa cosa a lo que muchos llamaban porquería y que yo portaba —porto— con orgullo, la llevo a todas partes anclada al pecho.

¿Qué más hacer? Quedarse quieto, en tanto el mundo sigue siendo mundo, en tanto la alegría de otros parece un atropello a nuestra desdicha, en tanto la rabia atiza el fuego y el amor, el maldito amor, tiene lugar en otros y no en nosotros. Prestar atención, saber qué es lo que esa tristeza está haciendo a nuestras vidas. Entender su ruido, su silencio atroz. Sera nuestra por un tiempo y después, como todo, decidirá abandonarnos.

Esta es mi tristeza, la idiota, la cruel, la soberbia, la egoísta, la indómita, la rapaz, la que tiene la sensación, la terrible sensación, de estar despidiéndose de todo a todas horas. Sé que me abandonará. Sé que renunciaría a mí. Y, mientras eso sucede, confío en sentir por un momento el salvaje, el deslumbrante, el precioso instante en que algo en mi vida se revela como el brillo de la noche encima de un lago. Ahora estoy a solas, a solas y en silencio total, en una ciudad apagada. Solo brilla un ligero aire de nostalgia y estos versos que escribió Mary Oliver.: “[…] Y se oyó una voz nueva / que lentamente /reconociste como tuya, / que te hacía compañía / mientras a zancadas / penetrabas cada vez más en el mundo, / con la decisión de hacer / lo único que podías hacer… / la decisión de salvar / la única vida que podías salvar”. Esa vida, esa cosa malditamente bella y malditamente necesaria, cómo duele, cómo daña, cómo diablos cuesta salvarla.