La iniciativa de la iglesia católica y de una gran cantidad de organizaciones de la sociedad civil de convocar a un Diálogo Nacional por la Paz y generar espacios de encuentro y conversación desde las comunidades con el objetivo de generar un ambiente de no violencia y justicia es de una enorme trascendencia si consideramos que en nuestro país el dolor, la incertidumbre, el miedo, son el pan de cada día. Si partimos de que en el México de estos días hay más muerte que nunca y la indolencia y crueldad prevalecen frente a esta grave situación. Dicha propuesta parte de un diagnóstico certero sin mayor pretensión que poner el acento en el hecho de que en un contexto de tantas violencias es necesario convocar a toda la sociedad, a partidos, a las y los candidatos, y a gobiernos de todos los niveles para comprometerse a impulsar políticas públicas que promuevan la justicia, la seguridad, la gobernanza y el fortalecimiento del tejido social. Lo más trascendente, desde mi punto de vista, es la promoción de conversatorios desde abajo, desde las comunidades, las escuelas, las iglesias, las organizaciones sociales y ciudadanas, para reconstruir el tejido social, promover la reconciliación, y uniendo manos y esfuerzos se pueda caminar hacia la paz y tranquilidad que tanto anhelamos las y los mexicanos.

Este proyecto que convocó a más de 20 mil personas y 1,600 instituciones merece todo el reconocimiento y acompañamiento. Por eso es de celebrarse que tanto Xóchitl Gálvez como Álvarez Máynez la hayan firmado sin titubeos. La candidata oficial lo hizo, cuestionando el diagnóstico sin el cual no es posible asumir plenamente las propuestas, por lo que su firma pareciera obedecer más a un cálculo político que a una convicción de que es urgente frenar tanta violencia y muerte. Eso implica replantear la fallida estrategia de seguridad cuyo resultado ha sido de más muerte que nunca, alejarse de la visión militarista y dejar atrás el camino de la polarización que tanto daño le ha hecho al país, para avanzar en la reconciliación nacional y la paz. Es el recorrido que siguieron personajes históricos como Mandela y Gandhi que todos conocemos. Pero vale la pena rescatar las Escuelas de Perdón y Reconciliación (ESPERE) que el sacerdote Leonel Narváez promovió en Colombia para reconstruir un tejido social profundamente dañado por la violencia sembrada por el narcotráfico y las estrategias para combatirlo, escuelas que dieron un gran resultado. Dice el padre Narváez que “la epidemia de odio que asola a nuestros países se ha convertido en un asunto de salud pública”, y en México éste se promueve desde las más altas esferas públicas. Odio hacia los que no piensan igual, odio hacia los que no pueden ser parte del poder prieto por el color de su piel, odio hacia las mujeres que luchan por sus derechos, odio hacia todo aquello que sea diferente, odio a los que no se someten a un pensamiento único, odio entre hermanos. Este rencor y resentimiento es lo que hay que erradicar definitivamente de nuestra convivencia social para poder construir la paz. Y esta perspectiva no admite regateo alguno, mucho menos de quien aspira a tomar las riendas de este país. Se trata de sanar heridas, no de profundizarlas.

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