SÁBADO AL FIN. Lucía se levantó de la cama con ese pensamiento y una sonrisa. Las ensoñaciones que acumuló en su mente durante todos los otros días iban a tomar forma al fin. La semana había sido eterna. Así eran todas desde que conoció a Marcelo. Caminó por el pasillo rumbo a la cocina, moviendo un poco las caderas al ritmo de una musiquita dentro de su cabeza. La casa olía a encierro: abrió la ventana que daba al patio y el jardín. Se habría fijado en el polvo acumulado en el alféizar, pero algo más capturó su atención. Una de las macetas parecía haber sufrido un ataque con granada: sus entrañas de tierra expuestas, fragmentos de planta y trozos de barro yacían dispersos por los adoquines. No eran ni las ocho de la mañana. Sin pensar, su dedo índice fue a posarse sobre el lagrimal para quitarse una lagaña: tardó unos segundos en procesar la totalidad de la escena. No era muy buena para la jardinería, pero intentaba mantener vivas las plantas en las macetas más bonitas que podía encontrar: un ama de casa se valora por la limpieza de su hogar, el cuidado de su jardín y el buen cuerpo a pesar de los hijos.

Por la brutalidad de la imagen no había advertido en primera instancia al Capitán Capibara, pero el grito de Eloísa la arrancó de tajo de aquella mezcla de indignación e incredulidad ante el destino de las violas. Se sorprendió por encontrar a su hija allí. ¿Por qué le afectaba a ella la tragedia de aquella planta si la única preocupación de la niña a esa hora era ver Discovery Kids? Aquello era tragedia para señoras de cierta edad. Su abuela solía decir que una maceta rota en la mañana era presagio de un mal día que solo empeoraría a medida que corrieran las horas. Pero Lucía no era supersticiosa, sino pragmática. Aquello solo significaba más trabajo para ella. Las caritas formadas por las motas de los pétalos regadas entre la tierra contribuían a dar el efecto de una masacre.

Cerró los párpados y se convenció a sí misma de que ese accidente no podía arruinar su sábado: nada que no pudiera resolverse con una visita al vivero, una escoba y un recogedor. El sábado era el mejor día. Algo tan nimio como eso no cambiaría sus planes. Abrió los ojos y percibió el cadáver del cobayo. Extendido tras una tortuga de barro que albergaba a las dalias, con la cabeza destrozada por detrás, parecía llevar una corona de cuajos de cerebro y sangre. Comprendió al fin el grito de su hija que, aullando, tiraba con fuerza de su ropa, como si quisiera castigarla a ella por la muerte de su mascota.

¿Le daría tiempo a limpiar aquello antes de su cita?

II

Un, dos, tres, cuatro… y cinco. Lucía contó despacio, con parsimonia, antes de cortar el chorro del aceite y poner el sartén sobre la flama. Vertió todo un tramo de chorizo hasta verlo expulsar su propia grasa rojiza sobre el teflón. Luego de unos minutos, cuando el aroma inundó la cocina, fue rompiendo uno a uno los cinco huevos para incorporarlos. El desayuno tan bellamente dispuesto frente a él provocó en César esa expresión de gula que ella conocía muy bien: un vaso con medio litro de jugo de naranja, una taza de café con leche, cinco tortillas de harina y los huevos con chorizo, brillantes como charol. Lucía lo miró engullir aquello desde la puerta de la cocina. El doctor le había prohibido grasas, azúcares y alcohol, además de haberle ordenado una vida menos sedentaria. Prediabético, hipertenso, con más placa en las arterias que un hombre del doble de su edad, el candidato ideal para un infarto. Pero su marido no daba indicios de entender los riesgos de ignorar las recomendaciones médicas. ¿Por qué, entonces, le había preparado Lucía aquel desayuno? Era obvio: no lo quería y le daba igual lo que le pasara; aún más, si se moría pronto por comer así, mejor. No. No era cierto. Lo hizo porque lo amaba tanto que no podía negarle nada, porque lo respetaba y sabía que era un adulto capaz de tomar sus propias decisiones, y no quería actuar como si fuera su madre.

Regresó a la cocina. El reloj con silueta de cafetera de la pared parecía estático. Se volvió a sentir como en la primaria, contando los minutos para salir de clase. Comenzó a preparar un huevo estrellado y sirvió un vaso de leche con chocolate para Eloísa. Cuando escuchó la voz de César, estaba a punto de ponerle unos ojitos de catsup a la yema.

–¿Por qué está llorando la niña?

Lucía enderezó la espalda y respiró hondo para controlarse: le crispaba que César se refiriera así a su hija, sobre todo porque Eloísa estaba sentada frente a él en la mesa. ¿No podía preguntarle? Desde la barra de la cocina, ella gritó como si estuviera muy lejos:

–Elo, dile a tu papá qué pasó.

Lucía terminó de pintarle una boca a la cara amarilla y decoró las orillas con picos rojos para simular un sol. Le puso un popote al vaso y contempló su obra: podrían decir lo que fuera de ella, pero nunca descuidaba a su hija. Al contrario, detalles como este hacían que Eloísa diera grititos de alegría y se colgara de su cuello para decirle que era la mejor mamá del mundo. Pero hoy el esfuerzo se vería neutralizado por la muerte del roedor vegetariano que la esclavizaba obligándola a cortar dos veces al día trozos de apio, zanahoria y lechuga para alimentarlo.

–Mataron al Capitán Capibara, papi.

La voz de Eloísa se quebró; la niña sorbió mocos y luego usó el dorso de la mano para limpiarse. Lucía entró en ese momento y puso el huevo-sol frente a su hija. César hizo contacto visual con ella, esa expresión patética de perfecto inútil, como siempre que no sabía cómo actuar con Eloísa. Con el paso de los años, ambos habían llegado a perfeccionar aquella comunicación no verbal hasta llegar a niveles insospechados: incluso a veces podían mandarse al carajo con un simple gesto, o incluso un suspiro con la fuerza adecuada. Se acercó para recoger la taza vacía de su marido y le susurró:

–El cuyo –luego, en voz más fuerte–: voy a traerte más café.

–¿Qué le pasó al cuyo, mija? –preguntó él con falsa seguridad.

–Tenía la cabeza toda explotada por atrás. –La niña se cubrió la cara con las manos y se soltó a llorar–. Solo tenía su carita…

Lucía contuvo el aliento por unos segundos haciendo acopio de paciencia. Tras descubrir el cadáver, le había tomado casi media hora hacer que su hija dejara de llorar y ahora estaba chillando otra vez. ¿Podría volver a calmar a Eloísa y aun así llegar a tiempo a su cita?

–¿La cabeza, dices? –César introdujo un tenedor lleno de huevo en la boca y ella rogó a los cielos que no continuara hablando mientras masticaba. ¿Pero cuándo han escuchado los santos las plegarias de una esposa?–. Si le arrancó la cabeza, entonces fue un cacomixtle –dio un trago a jugo de naranja–. No hay duda.

El hombre masticaba y discurría al mismo tiempo sobre los hábitos depredadores de esos animales. El ruido de la comida triturada, la saliva haciendo su parte en el proceso de deglución y la mandíbula moviéndose obligaron a Lucía a recoger rápido algunos trastes usados y volver a la cocina en busca de refugio. Era repugnante. Quisiera pensar que si de novios lo hubiera visto hacer algo así, jamás se habría casado con él. ¿Estaba ciega? ¿O a partir de cierto tiempo a él dejaron de importarle los modales? Al menos Eloísa ya había dejado de llorar y escuchaba con interés la información sobre el asesino del Capitán Capibara.

Lucía abrió el grifo para lavar los trastes. Mezclada con el sonido del agua, llegaba a sus oídos la voz de su marido describiendo el modus operandi de los cacomixtles. El olor a huevo del sartén le provocó náuseas y tuvo que verter un chorro de cloro en gel en el recipiente del jabón. Eso arruinaría la suavidad de sus manos; tendría que usar una buena crema para revertir el efecto. Era sábado y necesitaba que su tacto fuera el más terso del mundo.

III

Consultó su teléfono: faltaba una hora para el inicio de su primera clase. La de repostería había sido recomendación de su mamá y la de natación, de la suegra. El camino al corazón de un hombre es a través del estómago, había dicho su madre, una de las mujeres más ingenuas que Lucía conocía. Tal vez por eso creía que usar refranes populares era el mejor vehículo para transmitir la sabiduría. Como las parábolas de Jesús a sus discípulos, decía con una mano en la cintura y la otra tocando el crucifijo que pendía de su cuello. Parecía una taza: una taza muy devota. La suegra, en cambio, abatida por la obesidad y la diabetes, era menos religiosa y mucho más pragmática. Una tarde, durante una comida familiar, se había acercado a su nuera para apretarle con el índice y el pulgar una lonja sobre la cintura. «Mijita, estás agarrando cuerpo de mantecada». Lucía la contempló como si no creyera lo que había oído: ¿cómo se atrevía a decirle algo así, ella, que parecía una ballena? Entonces, como si fuera psíquica, la suegra agregó: «Mírate en este espejo». Luego exhaló: se agitaba por cualquier movimiento, hasta por hablar. El papá de César no volvió a tocarme desde que me puse así. Lucía había comenzado a apilar los trastes para llevarlos al fregadero. La señora la seguía del comedor a la cocina, esperando una reacción, pero ella apretó los labios y tensó la quijada en directa proporción a como se sentía ofendida. «Y no creas que desde entonces él se volvió un fraile dedicado a la meditación». En ese instante, las dos hicieron contacto visual. Sus ojos parecían decir: sabes a lo que me refiero.

Metió en su maleta deportiva traje de baño, gorra, toalla, goggles, y un estuche en donde guardaba el champú, jabón, desodorante, crema corporal y perfume, luego puso su delantal y una cofia en una bolsa de plástico que guardó junto con lo demás. Frente al espejo, sumió el vientre. Eloísa se quedaría en casa con César un rato, pero más tarde él la dejaría con alguna de las abuelas, que se peleaban por cuidar a la única nieta en ambas familias. Los sábados por la tarde él jugaba futbol con sus amigos. Aunque aquello sonaba como una actividad atlética, en realidad se trataba de un partido en el que todos los jugadores, panzones y con calcetines que les cubrían las pantorrillas, se quedaban parados lanzándose pases mediocres con la pelota. Si alguno llegaba a correr, era solo por unos diez o veinte metros antes de parar y encorvarse para recuperar el aliento con las manos apoyadas en las rodillas. Media hora después llegaban a la conclusión de que ya habían hecho suficiente ejercicio y buscaban una sombra, abrían la hielera y sacaban las cervezas. En el hipotético caso de que alguno hubiera llegado a quemar alguna caloría, la recuperación del partido los hacía volver a su casa más gordos que al salir a la cancha. Pero eso sí: la culpa había sido de Lucía y sus kilos de más por el embarazo; sus estrías y la grasa extra en su cuerpo habían provocado que César le fuera infiel. Como si las gallinas fueran responsables de que las degollaran por tener plumas. Era estúpido. No tenía lógica. Y sin embargo, esa había sido su excusa.

Terminó de quitarse la ropa y la arrojó con fuerza al cesto de mimbre en el baño. Desnuda, tomó la crema depilatoria y se agachó para untarla en sus piernas. Un olor químico y punzante impregnó sus pulmones. Esta sustancia no podía ser buena, pero no tenía tiempo ya de depilarse con cera caliente. Eloísa asomó su cabecita por la puerta del baño:

–Mami, ¿vamos a comprar otro cuyo?

Doblada hacia el frente y con las manos embadurnadas de blanco, Lucía tuvo una vista privilegiada de las lonjas de su vientre y de sus pechos colgantes. Pensó en las perras callejeras. Se irguió de inmediato y succionó aire antes de enfrentarse con el espejo para comprobar que aquella imagen era reversible con tal solo cambiar de posición. Estoy hecha una vaca, pensó. No habló en voz alta porque la psicóloga de la escuela les había advertido que los comentarios vengativos sobre el cuerpo moldeaban las mentes de las niñas. Un futuro de anorexia, bulimia y frustración perpetua las esperaba si escuchaban a sus madres denostar sus propias figuras.

–Vamos a ver, mi amor. –El reloj indicaba que ya habían pasado los tres minutos requeridos. Tomó el rastrillo sin filo para remover la crema–. Si va a andar libre en el jardín como el otro, lo va a matar también ese animal.

–Se llama cacomixtle. –Había un cierto aire de superioridad en la vocecita de su hija. Le fascinaba poder corregir a su madre–. Pero puede vivir en una jaula.

–Eso, el cacomixtle. –Lucía enjuagó el rastrillo en el lavabo y vio caer grumos de crema y vellos negros–. Si lo ponemos en una jaula se va a morir de tristeza.

Eloísa puso cara de compungida, como siempre que estaba a punto de hacer un berrinche. Maravilloso. ¿Por qué no podía ir a importunar al papá que no estaba haciendo nada? Su marido le había sido infiel con la asistente del contador que llevaba las cuentas de su microempresa. El idiota había cerrado la ventana del navegador, pero sin salir de su cuenta de correo electrónico, una dirección que Lucía desconocía. A la hora en que se sentó a revisar sus mensajes en la computadora familiar, se encontró con la bandeja abierta y una carta no leída. Era una carta de amor cursi y con pésima ortografía. Cuando César regresó del trabajo hubo gritos e incluso algunos ridículos puñetazos que lanzó Lucía y que él neutralizó sin problema tomándola de las muñecas. Mientras montaba su escena, César se defendía diciendo que no era su culpa que ella hubiera perdido interés en el sexo y que lo tuviera abandonado, ocupada a tiempo completo con la bebé. Eso, sin mencionar lo mucho que había engordado durante el embarazo.

–Elo, no llores. A lo mejor compramos un gatito. –Se acercó a la niña y le acomodó el cabello detrás de las orejas–. O tal vez un cachorro que no vaya a crecer mucho.

La carita infantil se iluminó con aquellas palabras y Lucía no pudo dejar de experimentar un estrujamiento en el corazón, un dolor bueno, tierno. Si por atender a esta criatura el cerdo de su esposo había corrido a los brazos de esa puta, bien había valido la pena. Con el tiempo, la terapia, la inercia y las intervenciones de su madre y suegra, que terminaron enterándose, el matrimonio se había repuesto de aquel «incidente». La infidelidad había sido un episodio del pasado, como aquella vez que la lavadora se descompuso o ella olvidó sacar un pollo del horno y la cocina quedó apestando a quemado durante días. Pero no habían dado los pasos necesarios para resolver el problema de fondo. Solo lo guardaron al fondo del clóset, como los regalos que no gustan pero no se pueden reciclar. Lucía no lo perdonaría nunca.

–¿De veras, mami?

–Sí –Lucía se puso un sostén que le aumentaba el busto un par de tallas y que la hacía parecer una paloma golona. Analizó su cuerpo desde varios ángulos y se puso perfume en la y griega que se le formaba entre los pechos rebosantes–. Aunque papá no quiera.

IV

Lo que Lucía tenía con Marcelo era sexual. Tras conocerse, nunca se habían visto fuera del motel: jamás habían compartido una comida o ido al cine. No conocían a ningún miembro de sus respectivas familias y nunca irían juntos al supermercado. Ella no le traería a la cama un remedio para la gripa ni él la vería recién levantada y sin maquillaje. Ningún futuro. Solo sexo. Marcelo la hacía sentir ligera, sin peso, radiante incluso, como una medusa que flota en el océano y no piensa nada porque no tiene cerebro. Al volver a casa tras estar con él, Lucía permanecía varias horas suspendida en esa ingravidez deliciosa, como cuando de niña patinaba durante horas y al quitarse los patines tardaba en adaptar de nuevo sus pies al piso.

Encendió la luz: siempre la sorprendía la distribución de los muebles, que podía variar de un cuarto a otro; el kit de condón, champú, jabón y pastillas de menta sobre el lavabo; la regadera de paredes transparentes, visible desde la cama. El aroma a productos químicos quería enmascarar los olores sexuales de las parejas que habían estado allí, pero a ella le parecía que más bien los exaltaba. Marcelo bajó la hielera del carro; sacó una cerveza para él y una bebida preparada de lata para Lucía. Si las rutinas de su vida doméstica le resultaban tediosas, las que había desarrollado con su amante la prendían: quedarse de ver cerca de la escuela de repostería, dejar su carro allí y subir al de Marcelo, que la esperaba sonriente, oliendo a loción Calvin Klein y con una cara que la hacía sentir como si ella fuera lo mejor que le había sucedido en toda la semana, manejar hasta el motel en las afueras de la ciudad, ponerse una gorra deportiva y lentes oscuros antes de entrar. Luego sexo por el tiempo exacto de sus clases de repostería y natación juntas, y regresar a casa bañada, como si hubiese nadado. Pocas veces hablaban de camino al motel: apenas sobre el clima, si Marcelo había tenido que esperarla mucho tiempo, la falta de fluidez en el tráfico. Aunque él conocía la situación de Lucía y la existencia de una hija (la cicatriz de la cesárea y las estrías eran imposibles de pasar por alto), no sabía detalles de su vida. Ya en el cuarto, el intercambio de palabras entre ambos se reducía a peticiones específicas o a indicativos de que algo iba bien. Entre ellos había sexo y nada más. Ese era el propósito del oasis.

Lucía dejó la bolsa sobre el tocador y aceptó la bebida que Marcelo le puso en la mano. Sentados muy cerca uno del otro, en la orilla de la cama, bebieron en silencio sin quitarse los ojos de encima. Necesitaban tiempo para pasar de sus respectivos mundos a este privado, como el pez ángel que hace un año le había comprado a Eloísa. Según el empleado de la tienda de mascotas, era necesario ponerlo en la bolsa de agua dentro de la pecera de la casa, y abrirla poco a poco. «Tiene que acostumbrarse a la nueva temperatura, a la nueva agua». Así con ella: requería un periodo para que su cerebro, pero sobre todo su cuerpo, supiera que ahora estaba con Marcelo. Al terminar su margarita, Lucía se sintió aclimatada al olor de Marcelo, a la textura de su piel. Se desvistieron sin ayudarse y se acercaron para cerciorarse de la realidad del cuerpo ajeno. Se besaron despacio al principio, pero a medida que se adentraban uno en el otro, sintió la urgencia de besarlo más rápido y de modo casi violento, como necesitara devorarlo. Estaba acostumbrada a gritar muy fuerte cuando cada partícula de su ser se estremecía con lo que ella solo podía definir como felicidad. Esta vez no pudo: ya estaba cerca, pero perdió el impulso a mitad del camino, igual que un jabón que se resbala entre las manos. Cambiaron de posición varias veces y por fin fingió su orgasmo. ¿Para qué alargar el tormento? Poco después, Marcelo se convulsionó debajo de ella con ese ruido animal y viril que a Lucía le parecía el sonido más hermoso del planeta, pero que hoy estaba manchado de rencor. Él sí, pero ella no.

Se dejó caer de espaldas sobre la cama, brazos y piernas extendidos como una estrella de mar, la vulva humedecida. El ambiente impregnado de su propio olor marino, del sudor de los dos, de semen, oscilaba sobre ellos como el Espíritu Santo en el libro de catecismo de su hija. Lucía giró la cabeza hacia Marcelo, que ostentaba ese gesto de agradecimiento y satisfacción que tienen los hombres después de eyacular. Cuando lo vio por primera vez, nunca imaginó que terminaría así con él, esperando a que el ritmo cardiaco se les normalizara y el sudor se secara en la piel mientras el cansancio del orgasmo les recorría cada fibra de sus músculos. Movió la mano hasta tocar la de Marcelo: entrelazaron los dedos y ella cerró los ojos. Se habían conocido en un negocio de insumos para oficinas y escuelas. Lucía hacía fila para sacar fotocopias; él revisaba unos mapas sobre el mostrador perpendicular a ella. ¿Arquitecto? Marcelo la sorprendió mirándolo y le sonrió. Sin duda soltero. Tenía aún ese aire de osadía y ligereza de espíritu que nunca sobrevive a los primeros años de matrimonio. Ella se sonrojó: hacía años que no coqueteaba, años también sin que un hombre la mirara así. Al levantar la cara para darle al empleado el cuaderno con las recetas de la abuela para fotocopiar, se dio cuenta de que él seguía mirándola. Sin más la invitó a un café. ¿Qué encontró en sus ojos que intuía la posibilidad de que ella aceptara? ¿O era algo que hacía con todas? No importaba. Había aceptado de inmediato, sintiendo un calor intenso que la recorría completa. Era como una de esas comedias románticas: se emocionaba a una distancia segura. Pero de pronto se había convertido en el personaje principal, sentada en un cafecito con decoración retro y frente a un hombre mucho más joven que ella. Contra todos los consejos maternos y de revistas femeninas, tuvo sexo con él en la primera cita, si es que a eso se le podía llamar cita. Si se había vuelto un personaje de película cursi, una mujer que en realidad no era ella, ¿qué más daba? La noche después de haber estado con Marcelo por primera vez, Lucía pasó por todos los estados posibles: feliz, angustiada, feliz, arrepentida, feliz, entusiasmada, feliz, avergonzada, feliz, con ganas de repetir. ¿Pensaría él que era una puta que hacía eso con cualquiera? Tras varias vueltas sobre el colchón había decidido que no importaba: nadie, salvo ellos, lo sabría. Además, si no la tomaba en serio, era irrelevante: ella ya estaba casada. ¿No era ese el único propósito de ser tomada en serio?

Lucía se colocó a horcajadas sobre las caderas de él y le regaló la vista de su cuerpo entero. Colocó sus palmas abiertas sobre el pecho y jugó con esos vellos oscuros y gruesos. Quiso iniciar el sexo otra vez, pero no pudo. El deseo la había abandonado y se sentía sin fuerzas, como un juguete sin baterías. Él la jaló hacia sí para besarla: ella correspondió sin ganas y fue evidente para los dos.

–¿Qué pasa?

Quién sabe si fuera el día del mes (faltaba una semana para su periodo), o si en verdad la escena del cuyo la había afectado más de lo que pensaba, pero la tristeza ensombreció su cara. Nunca había sido buena para ocultar sus estados de ánimo: su desolación era evidente. No hubiera querido contaminar este espacio, lo que sea que Marcelo y ella tenían, con el tedio de su otra vida, con sus problemas de ropa sucia, las fechas límites de pago, comidas balanceadas o cómo limpiar un dibujo con crayola de las paredes. Pero ante la pregunta de Marcelo, su cerebro no tuvo más opción que contarle lo que había pasado esa mañana: la maceta, el cuyo, el llanto de Eloísa, la actitud desesperante de César, la culpa que la embargaba por haberse reunido con él cuando su hija se había puesto tan mal.

–¿Qué es un cuyo?

Lucía puso los ojos en blanco por un segundo. ¿Qué pasaba con el vocabulario de los jóvenes de hoy?

–Es lo mismo que un conejillo de indias –intentó que su voz no adquiriera el tono didáctico que usaba con su hija. Marcelo tenía cara de no entender–. Los animalitos que usan en los laboratorios para experimentar…

Tampoco. Los roedores no estaban en el repertorio de conocimientos de su amante. Iba a agregar que los cuyos eran un platillo muy apreciado en Perú, pero él ya estaba tocándole las tetas y no era precisamente agradable.

–Basta –tomó las muñecas de Marcelo–. No me estás escuchando.

Vio la expresión de su amante: impaciencia, fastidio. Quería sexo y ella estaba hablando de sus sentimientos. Un parpadeo. El deseo de Marcelo de estar en cualquier otra parte. Quizás con una mujer de su propia edad, con preocupaciones de chica joven y sin hijos. Un segundo, pero allí estaba, era evidente. ¿Lo había arruinado todo? Un silencio incómodo se concentró en el aire, como la humedad pesada antes de una tormenta. Marcelo se puso de pie y comenzó a vestirse.

–Quedé de llevar a mi hermana al centro comercial.

Tal vez la maternidad la había vuelto más sensible para detectar las mentiras, pero esta era la primera vez que Marcelo mentía y era tan estruendoso como un vaso que se estrella contra piso. Lucía sintió un malestar que se extendía por su cuerpo. Fingió consultar la hora en su celular y dijo que también debía irse. Se metió a bañar y mojó su traje de baño en la regadera. Secó su cuerpo con la toalla que había traído de su casa. Una puesta en escena para beneficio de su estabilidad conyugal.

V

Sacó el molde para panqué del horno. Eloísa, con su delantal de catarinas, daba brinquitos desde una distancia prudente porque tenía prohibido acercarse a la estufa encendida. Lucía la dejó meter un palillo en el pastel para comprobar que ya estaba listo.

–Tenemos que dejar que se enfríe antes de ponerle el betún.

Elo frunció la boquita en un puchero y cruzó los brazos haciéndose la enojada. Segundos después se rio y se puso a maniobrar en torno al recipiente con el betún, los kisses para los ojitos, gomitas para la nariz, galletas tipo barquillo para las orejas, granillo de chocolate para los dedos.

–¿Me puedo comer los kisses? –tomó un puño–. Solo vamos a necesitar dos.

Con una sonrisa, le dijo que sí. Se concentró en limpiar con un trapo la barra de la cocina y pensó en Marcelo hacía apenas unas horas. Antes de bajarse de su carro, Lucía le dijo que no se verían más: si ella era la casada y la de mayor edad, al menos conservaría la dignidad de ser quien terminara con la relación. Marcelo lucía perplejo, como alguien que tras ordenar una pizza vegetariana abre la caja y descubre una especial de carnes frías. No hizo ni una sola pregunta. Se despidió de ella con un beso en la mejilla y se fue.

Eloísa se comió todos los chocolates excepto dos, y estaba a punto arrasar con las gomitas cuando ella le indicó que pusiera el betún. Había uno blanco, de vainilla, y uno color café, de chocolate. Le cedió la pala a su hija:

–Tiene que quedar igual al pelaje del Capitán Capibara.

Tomó asiento y observó a su hija entusiasmada al hacer un pastel con la forma de su mascota muerta. Como si la representación de algo pudiera sustituir al original, como si ya no lo extrañara. La niña lamió la palita de madera, manchándose la nariz, y se volvió a ver a su madre, que la envidió con todo su ser.

SEMBLANZA:

Liliana Blum (Durango, 1974) es autora de las novelas Pandora (2015), El monstruo pentápodo (2017) y del libro de cuentos Tristeza de los cítricos (2019) de donde surge “Conejillo de indias”, el cuento que Páginas de Espuma compartió con El Universal para este número de Universo de Letras.

Creadora de historias crudas y violentas de las que es imposible terminar sin salir con un nudo en el estómago y a las que hay que tratar con extrema sutileza. Blum se ha consolidado como una de los autoras más representativas e interesantes de nuestro país, cuyo éxito no solo se limita al territorio mexicano, sino que también ha explorado el extranjero. Tal es el caso de su última novela Cara de liebre (Seix Barral, 2020) que se ha publicado en México y España al mismo tiempo. Liliana Blum es una autora a prueba de balas que habla desde los distintos tipos de violencia y sus manifestaciones sin recurrir a eufemismos.

En botánica, la «tristeza de los cítricos» es una enfermedad fatal que fulmina a los árboles, tiñéndolos de un gris apagado y un gesto normalmente caído. Bajo esta premisa los cuentos de Liliana Blum revelan la imposibilidad de los sentimientos y emociones amenazados por la oscuridad que habita en nosotros o en aquellos a quien amamos. Liliana Blum poda sin piedad el desapego, la mentira y la violencia que corre por nuestras venas o se deja ver en nuestras calles, allí donde un padre acompaña a su hija a un motel, un hombre acecha desde internet o el narcotráfico secuestra jóvenes. La inquietud, el desasosiego o el miedo son la sabia de este bosque; una fuerza y una evocación desgarradoras, sus raíces. ¿Te internas en él?

Semblanza de Páginas de Espuma.

El libro está disponible en librerías mexicanas y servicios de comercio electrónico.

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