En lo alto de la Sierra de Catorce, en San Luis Potosí, surgió en el siglo XVIII Real de Catorce un asentamiento donde la vida se organizaba alrededor de un solo factor: la plata. Sus primeros habitantes —mineros, comerciantes, arrieros y aventureros— levantaron campamentos precarios junto a los tiros recién abiertos.
Cuevas, barracas improvisadas y casas de piedra sin mayores comodidades fueron el punto de partida de un pueblo que creció entre el frío intenso, la falta de agua y veredas complicadas que conectaban las minas con los valles vecinos.
Desde el inicio, la población se mantuvo en constante movimiento. Quienes llegaban con la bonanza partían al agotarse las vetas, dejando atrás un territorio donde las casas parecían trepar por las laderas siguiendo el rumbo del subsuelo.
Durante los siglos XVIII y XIX, Real de Catorce se consolidó como un pueblo minero autosuficiente. Su ubicación aislada lo convertía en un enclave difícil de alcanzar. Barrancas profundas, como la del Voladero, y caminos sinuosos hacían que el acceso fuera complejo y lento.
Aun así, surgieron pequeñas comunidades dispersas alrededor de los tiros principales, formando una red laboral y comercial que se extendía hacia Los Catorce, El Refugio, El Potrero, Cedral y Matehuala.
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El crecimiento urbano siguió el ritmo de las vetas: donde aparecía un tiro productivo, surgían viviendas, talleres, templos, tiendas de raya y mesones. El pueblo se convirtió en un punto estratégico donde miles de trabajadores circulaban sin permanecer mucho tiempo.
Las bonanzas mineras dieron paso a un asentamiento que llegó a tener haciendas de beneficio, escuelas, mercados y espacios públicos que reflejaban momentos de prosperidad. Las comunidades cercanas crecieron de forma acelerada; El Refugio, por ejemplo, albergó miles de habitantes y concentró talleres, comercios y una vida social activa que incluía fiestas, bailes y reuniones en plazas.
La vida cotidiana estaba marcada por contrastes. Un pequeño grupo empresarial controlaba la producción y vivía en casonas sólidas, mientras la mayoría de los trabajadores enfrentaba jornadas extenuantes, pagos con vales y riesgo constante. Este desequilibrio se intensificó con el tiempo y derivó en huelgas, como la de la mina de La Concepción en 1900.
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A finales del siglo XIX, Real de Catorce alcanzó uno de sus máximos niveles de desarrollo técnico. La construcción del socavón de Purísima —una obra que tomó quince años— amplió la ventilación y conectividad subterránea de varias minas profundas, aunque tuvo un alto costo humano.
La modernidad se abrió paso con maquinaria para desaguar tiros, inversiones en infraestructura y la electrificación de la mina de Santa Ana, considerada la primera en México en utilizar motores eléctricos. Plazas, calzadas y jardines fueron levantados durante estos años, dotando al pueblo de una imagen urbana sólida y ambiciosa.
El Túnel Ogarrio se convirtió en el máximo símbolo del progreso. Su construcción comenzó en 1897 y culminó con su inauguración en 1901. Con más de dos kilómetros de longitud, esta obra transformó para siempre la forma de entrar y salir del mineral.
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Su inauguración fue una celebración multitudinaria: música, discursos, tranvías tirados por mulas y autoridades recorriendo el paso recién abierto. La conexión más directa con el exterior facilitó el flujo de mercancías, transportes y maquinaria, alimentando expectativas de un futuro próspero.
A principios del siglo XX, Real de Catorce comenzó a enfrentar los efectos de la desigualdad, el agotamiento de algunos tiros principales y las tensiones sociales que marcaban al país. La Revolución Mexicana aceleró el cierre de negociaciones mineras, la salida de empresas y la emigración masiva de trabajadores.
Los cronistas de la época ya describían un pueblo nostálgico, donde la belleza urbana contrastaba con la inactividad económica. Los tranvías dejaron de circular, las haciendas de beneficio fueron abandonadas y buena parte de los edificios quedó vacía. El pueblo pasó de la opulencia al silencio en cuestión de décadas.
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Durante buena parte del siglo XX, el antiguo pueblo minero vivió un periodo de abandono. Sólo permanecieron algunos campesinos y gambusinos que removían jales en busca de restos de plata. Los edificios se deterioraron, las calles se despoblaron y la presencia humana fue mínima.
Aun así, Real de Catorce nunca se apagó por completo. La peregrinación wixárika hacia Wirikuta mantuvo su dimensión espiritual, mientras la arquitectura en ruinas preservó la memoria de un pasado minero que seguía latente en el paisaje.
A finales del siglo XX y durante el incipiente siglo XXI, el pueblo comenzó a revitalizarse. Investigadores, viajeros y cineastas descubrieron en sus calles empedradas y túneles centenarios un patrimonio único. Las grandes casonas fueron restauradas para convertirse en hoteles, restaurantes y galerías; los caminos se adecuaron para recorridos a caballo; y la vida comunitaria resurgió alrededor de su historia minera y su valor cultural.
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El vínculo con la cultura wixárika reforzó su identidad contemporánea. Real de Catorce se consolidó como punto de entrada hacia la ruta espiritual de Wirikuta, multiplicando su importancia simbólica.
Hoy, Real de Catorce conserva la estructura y el espíritu de un antiguo pueblo minero que conoció la grandeza, el abandono y el resurgimiento. Sus túneles, templos, casonas y calles empedradas mantienen viva la memoria de tres siglos de historia.
El lugar funciona como un espejo del tiempo: un sitio donde cada piedra refleja épocas de bonanza, luchas laborales, tragedias mineras y renacer cultural. Caminar por sus laderas o atravesar el Túnel Ogarrio es adentrarse en un territorio donde el pasado sigue presente, sin necesidad de reconstrucciones artificiales.
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Real de Catorce no sólo muestra cómo era la vida en los siglos pasados: permite experimentarla. Un pueblo donde la historia no se estudia, sino que se respira.
* Con información de Rafael Montejano y Aguiñaga, del libro “Real de Catorce. El Real de Minas de la Purísima Concepción de los Catorce, S.L.P.”