Hay ingredientes que no necesitan presentación, solo un toque en la lengua para hacerse inolvidables. El chile piquín es uno de ellos. Pequeño, rojo y discreto, pero con un carácter capaz de transformar una fruta, un caldo o una salsa en una experiencia ardiente. Su historia en México es milenaria, pero en San Luis Potosí esta planta alcanza un protagonismo particular que se vive en los caminos, en los traspatios y en los mercados.
En Cerritos, uno de los corazones productivos del chile piquín, este fruto no solo se consume: se vive, se recolecta, se hereda y se presume.
Antes de que existieran las cocinas modernas, los refractarios y los molcajetes eléctricos, el piquín ya formaba parte de las mesas indígenas. Los primeros vestigios del chile silvestre —antecesor del piquín moderno— tienen miles de años. Su capacidad para adaptarse a diferentes ecosistemas permitió que creciera en matorrales secos, bosques tropicales y cañadas húmedas.
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Esa resistencia lo convirtió en uno de los favoritos de las comunidades mesoamericanas, que lo empleaban para condimentar alimentos, aliviar malestares o incluso realizar limpias espirituales. Su picor, lejos de ser un reto, era una herramienta.
Porque es versátil, profundo y directo. El chile piquín se puede usar fresco, seco, molido o en conserva. Sirve para levantar salsas, aromatizar caldos, acompañar botanas o potenciar frutas frescas.
Su contenido nutricional también sorprende. Tiene más vitamina C que muchos cítricos y, seco, aporta más vitamina A que varias hortalizas. Esto explica por qué su consumo ha sido constante generación tras generación.
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En esta zona potosina el chile piquín es más que un cultivo: es parte de la identidad local. Las familias lo plantan en traspatios, lo cuidan en macetas o simplemente lo recolectan del monte. Allí, entre mezquites y suelos áridos, las plantas silvestres prosperan como si alguien las hubiera colocado deliberadamente.
Y es que en Cerritos prácticamente todos han participado en su cosecha en algún momento, ya sea para autoconsumo o para venta.
Una característica que distingue al piquín potosino es su cultivo sin fertilizantes ni pesticidas. El fruto recibe únicamente lo que la tierra le ofrece. El resultado es un chile más aromático, con un sabor que se queda grabado en el paladar.
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El piquín no se corta a granel. Se arranca uno por uno. Es una tarea minuciosa que requiere paciencia, habilidad y, sobre todo, respeto por la planta. La temporada fuerte va de septiembre a diciembre, aunque en zonas de vegetación abundante puede encontrarse casi todo el año.
Las lluvias son decisivas. Un par de semanas húmedas pueden cambiar el panorama de la cosecha y llenar los arbustos de pequeños frutos rojos intensos, listos para convertirse en salsa, en polvo o en conservas avinagradas.
En San Luis Potosí, las familias no solo lo recolectan: lo comparten, lo regalan y lo cocinan juntas. Las recetas caseras de salsa con piquín son un patrimonio particular de cada hogar. Algunos lo prefieren tostado, otros lo muelen crudo; hay quienes lo guardan en vinagre o lo secan a la sombra para preservar su sabor.
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En los mercados y tianguis de la región, los montoncitos de piquín siguen siendo un imán para los visitantes. Muchos potosinos que viven en otros estados regresan sólo para llevarse una bolsita del chile de su tierra, porque “no sabe igual en ningún otro lado”.
El chile piquín no es solo un condimento: es historia, economía familiar y orgullo regional. En Cerritos, su presencia une generaciones, sostiene a muchas familias y continúa alimentando una tradición que se adapta sin perder su esencia.
Pequeño, pero imponente; silvestre, pero profundamente cultural. Así es el chile piquín potosino: un tesoro gastronómico cuya historia sigue creciendo con cada cosecha.