El escritor mexicano Guillermo Torres presenta en exclusiva para EL UNIVERSAL San Luis Potosí “Algo diferente”, un relato agudo sobre la infancia y la sobrexposición a un mundo ajeno gobernado por la miseria y violencia de los adultos.

Lo observo desde aquí, diez metros nos separan. No se da cuenta de mi existencia. Mira para un lado, para otro; repara aquí y allá, pero nada. Tampoco le ayuda a acomodar los dulces a la señora que parece su mamá. Está entretenido con un plástico que muerde, parece una bolsa, tal vez le quede sabor.

Me recuerda mi infancia: podía entretenerme con cualquier cosa. En algún momento nos compraron muñecos, soldados de plástico en posiciones de guerra (de pie apuntando con un rifle, sentados, acostados con una bazuca, dando órdenes). En el patio común de la vecindad, los dividíamos, los acomodábamos estratégicamente e intentábamos tirarlos con canicas. No recuerdo haber mordido una bolsa de plástico, quizá sí, pero no recuerdo.

Algo pide a los transeúntes que salen del metro. Es la hora de entrada de los oficinistas. Intenta detenerlos, al menos les estorba el camino, probablemente pide dinero. La mayoría ni lo mira, otros le dan la vuelta para que no los ensucie. Los niños invariablemente tienen las manos sucias.

En algún momento, la vecindad fue vendida y dieron un plazo para desalojarla; mientras, tiraban de a poco las casas deshabitadas. Recuerdo cómo nos entreteníamos construyendo casitas de ladrillos, el techo se improvisaba con cartones, plásticos o lo que encontráramos en esas ruinas.

Una chica se detiene, se agacha, como hacen algunos adultos para ser empáticos, le pregunta algo y él señala a su madre que está de espaldas; lo toma de la mano y lo lleva a… ah, le compra una torta. Sigue su camino y el niño va con su madre. No le sorprende, guarda la torta en un envoltorio, lo mira con detenimiento y le da otra bolsa, también vacía. Vuelve a los mordiscos. No logro entender.

Los pleitos con los cabrones de la vecindad podrían volver loco a cualquiera. Siempre andábamos de bronca. Nunca entendí esas ganas de fastidiar la vida. Algunos eran crueles, les gustaba cazar ratas y luego clavarles dardos que ellos fabricaban. Jamás los entendimos, aunque tampoco lo intentamos, ¿habrá sido esa la razón de su molestia?

En la última hora la señora no ha vendido un solo dulce, nadie se detiene en el puesto improvisado del piso. Fastidiada, saca la torta y le da unas mordidas, el niño se acerca, le da un pedazo que devora al instante, el resto lo guarda. Le comparte refresco. El tránsito peatonal ha disminuido. Salen cada vez menos de la estación del metro. La prisa entra en pausa.

No teníamos permiso para salir de la vecindad, estaba en las colindancias de una colonia dedicada a la venta de autopartes. Las laberínticas calles bullían de vendedores; teporochos; prostitutas en batas traslúcidas con niños correteando a su alrededor; disimulados traficantes de drogas; adolescentes en bicicleta llevando y trayendo todo tipo de mercancías y la gente que orbitaba en las actividades de aquellos personajes. Parecía un mundo sincronizado, salvo cuando arribaban los clásicos autos grandes con vidrios polarizados. Los agentes llegaban, se cargaban a alguien, que al cabo de unas horas regresaba por su propio pie. Sin recato, algunos pobladores se les acercaban con la tajada correspondiente. A veces subían a alguna jovencita que ya los esperaba en la esquina: se detenían y ellas abordaban. En ocasiones jovencitos.

La mamá le da una bolsa con dulces y le indica que vaya por donde pasa la gente. El niño va como sonámbulo, pero la gente tampoco se detiene. Los decibeles de la calle bajan. Le dan unas monedas, pero no le reciben los dulces. Regresa con su mamá, guarda las monedas. Luego de un rato la bolsa está mordida, sus manitas sucias. Lo limpia con un trapo sucio y lo regresa.

Los niños no tienen permitido salir de ella y nadie entra. Como un mundo que gravita en otra dimensión. No conviven, nadie se necesita, quizá no hay nada qué robar, vender, comprar o extorsionar. Pero el microcosmos tiene su propia dinámica, una donde no hay convivencia posible, no hay amistades, nadie ayuda, nadie desea ser ayudado. Cada uno intenta salir lo antes posible de aquel hoyo de miseria. No todos lo lograrán.

Llevo cerca de una hora esperando al Yorch, sino llega ese cabrón será mejor que me vaya. Me estoy poniendo nervioso.

Parece que el niño ya convenció a alguien. Me pregunto si le comprará una torta o le dará dinero. Lo lleva con la señora. ¿Qué le estará diciendo? Parece que se conocen. Le da dinero y ella lo guarda en su envoltorio. Algo le indica al niño, la mamá lo acaricia y lo manda a la entrada del metro.

¡Pero si es el cabrón del Yorch! ¿La estará taloneando? Me retiro disimuladamente, vuelvo sobre mis pasos y le hago señas. Él se evade con disimulo y viene hacia mí. Lo saludo sin más. Le pregunto si ya desayunó. Niega, pero dice estar bien. Sin mediar palabra, nos dirigimos a la entrada del metro. Le detengo para decirle: a esta hora el negocio va a ser difícil, lo bueno ya pasó… Algunas casas de esta zona quedan vacías en la mañana… ¿Cómo ves si nos arriesgamos un poco más y probamos algo diferente? Con disimulo mira a la señora y al niño. Lo observo mientras saca un plástico y comienza a morderlo. Sonríe: ¿algo diferente?, va, algo diferente.

Semblanza

Guillermo Torres. Economista y escritor. Publicó su primer libro de cuentos "Mar de instantes", en el taller de la maestra Dolores Castro. Como miembro de la Academia Literaria de la CDMX, sus textos han sido incluidos en las revistas La llama azul y Ensentidofigurado, así como en algunas de sus Antologías. Fueron incluidos dos de sus cuentos en “Los 100 mejores minicuentos de la cuarentena”.

Es miembro del taller de creación literaria del maestro José Antonio Durand y coordina, con las maestras Carla Cejudo y Karla Carrola, el Taller de Narrativa GestaCuentos. Actualmente, prepara su segundo libro de cuentos.

Google News

TEMAS RELACIONADOS